Durante esta campaña electoral ustedes han oído y oirán muchos programas políticos. Pienso que todos se parecen demasiado, que todos los partidos predican aparentemente lo mismo. Quizá esto ha provocado la incredulidad y desconfianza de los ciudadanos porque sabemos que todo no se puede hacer de la noche a la mañana».

Aunque bien podría firmarse hoy, pertenece al discurso con el que el joven Adolfo Suárez solicitara el voto en el difícil momento de la transición. Más tarde añadía: «Pero si ustedes nos dan su voto, puedo prometer y prometo que nuestros actos de gobierno constituirán un conjunto escalonado de medidas racionales y objetivas para la progresiva solución de nuestros problemas.»

No prometía nada con los detalles exactos tan de moda en las promesas políticas de ahora: «Bajaremos los impuestos exactamente hasta aquí», «Aumentaremos el empleo en exactamente estos puestos», «Solucionaremos el tema de la vivienda», «Te daremos catorce», «Nosotros quince», «Pues nosotros dieciséis»... Que alternan, según la ubicación de cada cual, entre los argumentos plagados de ofensas de por qué los otros no fueron ni serán capaces, a las excusas de por qué no se hizo ya según prometieron la legislatura anterior.

Pongamos que busco dónde celebrar mi boda y me decanto por un restaurante que me ofrece un menú con ostras y caviar a 50 euros por persona y al llegar, con mi vestido blanco y un centenar de parientes me encuentro con que nos dan croquetas. Pongamos que el propietario me dice, mientras me alcanza el platito con la factura, que es que no puedo ni imaginar cómo se encontró la despensa cuando se marchó el cocinero anterior pero que, si le doy más tiempo y más confianza, por otros 50, me promete mis ostras.

En el resto de empresas es inaceptable que las promesas sean papel mojado. Sin embargo, el juego de la política tiene unas reglas difíciles de entender para el ciudadano de a pie y prometer y comprometerse? Son otra cosa.

No hace mucho tuve la ocasión de visitar el Senado. Desde la preciosa biblioteca que parece sacada de un libro de Harry Potter, tan repleta de libros como vacía de senadores, hasta el vacío salón de sesiones. En él, iba apareciendo quien presentaba una propuesta junto a los miembros de su partido y, desganado, el responsable de prensa de turno que entraba, tomaba un par de fotografías y salía. No es ningún secreto que donde se concentraban el grueso de los senadores era en el bar. 3,45 euros un gin tonic. «No me extraña que después no sepan lo que cuesta un café», pensé para mí. Lo que sí pregunté en voz alta es cómo votaban aquellas personas (que con nuestro voto habíamos puesto allí), si no habían escuchado la propuesta. «Votarán, ya verás cómo votan», me contestó el amable senador que me hacía de guía. Y efectivamente, cuando llegó el momento, una marabunta de señores con traje entró a la vez, sin interactuar entre ellos, sin dirigirse la palabra o la mirada, apretaron un botón y volvieron al bar, a tiempo de que no se deshicieran los hielos de su copa de balón.

Muchos reciben cada mañana un correo con las instrucciones de lo que han de votar: Esto a favor, esto en contra y eso abstención? y es totalmente innecesario saber el resto. 'Disciplina de voto'. Y a pesar de que la Constitución Española recoge que «los miembros no estarán ligados por mandato imperativo» y que el voto «es personal e indelegable», se penaliza muy caro saltársela dependiendo del partido al que se pertenece.

Uno no puede, desde la lógica y la practicidad, más que preguntarse qué sentido tienen 266 senadores cuando bastaría 1 pulsando tantos botones como escaños hayan obtenido o, peor aún, qué sentido tiene hacer el paripé de una votación cuando se puede predecir, desde el sofá de casa con una fiabilidad de casi un 100% el resultado de antemano. Uno no puede más que preguntarse si el hecho de que existan tantas instituciones distintas -¡tantas!- ayuda o entorpece la solución de cualquier problema.

Uno no puede más que reconocer, derrotado, que no es que muchos políticos hayan equivocado para quiénes trabajan, sino que, muy al contrario, lo saben. Y, como «han sembrado la incredulidad y la desconfianza», el ciudadano vota convencido de que, tanto monta, que «los políticos son así» y que las alternativas son votar a un dinosaurio, a sabiendas de que se extinguió, o votar a un unicornio cuando de todos es sabido, es mitología.

Por eso, llamadme utópica, me gustan los políticos que saben lo que cuesta un café y, además, lo pagan. Prefiero esas promesas quizá más pequeñas en objetivos, pero alcanzables en forma, a las promesas con prórroga, porque quiero que las promesas lleven implícito el compromiso de que se van a cumplir y, caramba? Que no, no es lo mismo puedo prometer y prometo que prometer hasta meter y una vez metido, olvidar lo prometido.