Mi preciosa abuela Catalina fue, cual lince ibérico, parte de una especie en extinción. Una de esas últimas preciosas payesas que recorrían nuestras calles y mirábamos con normalidad, sin ser conscientes de que un día, ya no estarían. Permitidme decir, como si mi abuela no tuviera abuela, que mi abuela era especialmente hermosa. Aún podéis verla, encordant espardenyes, sonriéndoos desde una postal en los escaparates de tiendecitas camino a la catedral. A ver si no me dais la razón.

Solo mirando esos ojos azules rodeados de mil arrugas (las he contado) se nota que tenía un corazón inmenso. Lo que no se nota es que su corazón no estaba ubicado como el resto de los mortales 'normales'. Esto es: a la izquierda. No. Estaba, junto al estómago a la derecha y su hígado a la izquierda. Todo del revés. Sus órganos se rebelaban contra lo que la evolución había decidido como el aprovechamiento óptimo de la caja torácica en lo que se conoce (y hay que reconocer que se conoce poco) como Situs Inversus y que sucede aproximadamente a una de cada 20.000 personas. Eso quiere decir, Situs arriba o abajo, que ahora mismo puede haber dos casos en Ibiza, pero para los tiempos de mi abuela Catalina, sus ojos azules debían ser los únicos en esconder semejante disparate contando toda Ibiza y Formentera.

Escucho la denominación y me gusta: ' Situs Inversus' (qué bien suena el latín, caramba). Es como la opción lógica, evidente y además de la maravilla de la fonética, opino que esa debe ser la función primera del lenguaje. En cambio, cuando leo la definición ya siento que se me eriza la espina dorsal: «malformación», «anormalidad» y me recuerda otras expresiones que oíamos hasta hace poco como 'subnormal'. Subnormal es el que considere que la normalidad existe. 'Normal' es que sirve de regla o norma y 'norma' es el principio que se impone o adopta para dirigir la conducta o correcta realización de una acción o un desarrollo. Y desde esas perspectivas, no, mi abuela no era normal y ojalá algún día yo llegue a ser la mitad de lo anormal que era ella.

Pero además de por estas definiciones dolientes, me molesta el mal uso de las palabras porque pueden ser cómplices de muchos males e incluso, muertes.

Mi abuela bien podría haber aterrizado en urgencias y un buen médico caerse de la silla al auscultarla y cantarle el «Dónde estás corazón, no oigo tu palpitar» de Mocedades, o un mal médico descartar una apendicitis por no suceder en el lado 'normal' del organismo. Poco probable, vaya que sí, pero posible. Pero no solo era población de riesgo por pertenecer a ese 0.01% y en aquella época, sino que ella entonces y aún hoy la mitad de la población actual, tiene más riesgo de morir que la otra, ¿sabéis la causa? Ser mujer.

He llegado recientemente de India de trabajar entre la muy desfavorecida población de los slums de Benarés. Y entre ella, por supuesto, más desfavorecidas ellas. Los recursos son tan escasos que, cuando toca escoger, sin dudar, se centran en el hombre. Si una familia no tiene para alimentar a hijo e hija, prioriza el varón y esto se da aún con más frecuencia con los tratamientos médicos. Ya decidirán los dioses o el karma si esa mujer ha de seguir viviendo. Cuando lo cuento aquí, las caras de horror son siempre las mismas. No damos crédito y, sin embargo, no somos conscientes de otro machismo pululando sigiloso en la medicina de occidente que también acaba con la vida de muchas mujeres.

Mueren más mujeres al año de un infarto que del temido cáncer de mama, pero muchas de estas muertes podrían evitarse simplemente arrancando de la medicina otra palabra terrible que es 'androcentrismo', y que no es otra cosa que considerar, en este contexto, como 'normales' los síntomas que padece un hombre y al no reconocerlos en una mujer (esa otra mitad de la población), no detectarlos a tiempo ni los médicos, ni las propias mujeres que los padecen.

Pero las mujeres también tienen más probabilidades de sufrir los efectos secundarios en innumerables medicamentos. La razón es que, históricamente, hasta bien entrados los 90, los estudios médicos se centraron casi exclusivamente en hombres considerando a estos el sujeto 'normal' de la población. Incluso los polémicos experimentos en animales se realizaban mayoritariamente en machos. Así se evitaban los incómodos vaivenes hormonales tan propios de las hembras. Los ensayos clínicos llegaron a estar literalmente prohibidos en mujeres en edad fértil por el riesgo de cómo podrían afectarles a ellas o a sus posibles descendientes. Sin embargo, los riesgos de recetar aún hoy estos medicamentos a mujeres no probados en mujeres se suplen con una simple nota de advertencia en la letra muy pequeña de un prospecto.

Es, quizá, vaya uno a saber, otra manera de decir que los dioses o el karma... ya decidirán el resto.