Ya os comenté que no he visto un solo episodio de Juego de Tronos. Me quedé en la edición de Bisbal en aquello de encontrar talentos y no tengo ni idea de quién participa en Supervivientes (pero apuesto a que al final, sobreviven todos). Sin embargo, me gustan los programas de reformas, es decir, los de reformas 'de fuera'.

Me pirra ver esas familias que se compraron una casa hace cuatro años, «de 300 metros, 4 dormitorios y 3 baños», pero en cuanto nacieron las dos niñas, junto al perro y el gato, ya no saben dónde meter los equipos de esquí. Así que ahora están decididos a encontrar una de mínimo 400 metros y 5 dormitorios, por un presupuesto máximo de un millón. Y en este punto, una amante esposa siempre mira al marido y puntualiza muy seria: «Y ni un céntimo más». Empatizar con este matrimonio es lo más cerca que voy a estar de las Kardashian.

Ahí empiezo a pensar que en los clasificados de Melbourne no se anuncian balcones, o camas en dormitorios compartidos y con cierto derecho a roce con el jeta que hace las veces de casero.

Me gusta imaginar sus reacciones si les llego a invitar a mi mínimo apartamento de 30 metros en Dalt Vila. En lo alto de lo alto de la Plaza del Sol. Primero hay que subir la rampa del túnel del Reina Sofía, después la escalinata, luego los escalones para llegar al portal y desde allí, aún otra empinada escalera para llegar al espacio, digamos 'diáfano' por no llamarlo 'compacto' de mi casa. Por descontado, con la cama en un altillo, que mis hijos (a qué mala hora les enseñé a hablar) al verme hacer semejante construcción comentaron: «Que te crees tú que si ligas, un hombre va a subir hasta ahí.» Y yo les contesté: «Por favor, si un hombre sube hasta Dalt Vila, hasta lo alto de lo alto de la Plaza del Sol y después hasta el apartamento, anda que se va a rendir por 8 escalones más. Bueno: 12». Lo que ya no les comenté eran mis dudas razonables de si iba a llegar en condiciones de rendir o en vez de un whisky me iba a pedir un vaso de agua, por favor.

Era la feliz inquilina de una vivienda centenaria, en una zona declarada Patrimonio de la Humanidad. Una privilegiada, vaya que sí. Me lo recordaba cada pareja de turistas que me encontraba cámara en mano cuando me asomaba a regar mis (mínimas) macetas en el balcón. Por mucho que sacaba pecho, metía barriga o alternaba todas y cada una de las lánguidas poses aprendidas de los catálogos de Zara, nada, que no había manera y los fotógrafos aficionados me miraban con cara de: «Pero se quiere quitar, señora.»

La cuestión es que me imagino allí mismo, ojiplático, al matrimonio australiano o canadiense (qué rabia me dan, sean de donde sean, en ese momento) y explicarles que eso no es un zaguán, sino una casa ¡una casa entera para mí solita! Y que cada vez menos gente puede presumir de semejante independencia en Ibiza.

Pero, mi parte más favorita de esos programas es cuando, en esas casas que han de comprar de segunda mano en estado casi de derrumbe (porque, claro, qué se espera con solo un millón de presupuesto), al tirar alguna pared, en las capas inferiores detrás de donde hubo una bañera, aparece humedad. Ahí, un guapo presentador rasca la madera para demostrar el daño feroz que alguna cañería mal aislada ha provocado en décadas y (yo ya cruzando los dedos), aún más, cuando por fin dice: «Tengo una mala noticia, la peor noticia que podría daros: hemos encontrado moho». «¡Moho!». Grita horrorizada la esposa de ni un céntimo más, «¡no puedo permitir que mis hijas vivan donde hay moho!». Y obligan a todos los albañiles cachas a abandonar la obra, precintan el barrio y llegan, con máscaras y envueltos en uniformes amarillos de plástico (a lo 'Breaking Bad'), los 'especialistas'.

Pues bien, llamadme mala persona, pero al matrimonio ese le invitaba yo a venir a mi mini apartamento. No en agosto, que es cuando fa sol redó Milà (y además nos sobra gente en la isla), sino entre noviembre y abril lluvias mil, que lo iban a flipar. ¡Ay, cada vez que dejaba la casa una semana! Ya sabía que el primer fin de semana podía vaciar mi agenda de cualquier plan que no fuera limpiar todas y cada una de las paredes de esa humedad que regurgita cuando sospecha que te has ido y lo estás pasando bien en cualquier otro lugar. Humedad y mohos de todos los colores: verde, azul, negro€ Que estos especialistas se echarían a llorar dentro de sus máscaras y declararían la isla en estado de emergencia y hasta llamarían a los cazafantasmas, seguro.

En fin, que lo que no te mata te hace más fuerte (o algo muy parecido) y que hay que ver com s'escarrufan estos gringos, que parecen los dueños del mundo porque son muy altos, pero son unos flojos.