Hay un país despoblado con el que se han apresurado a simpatizar los candidatos electorales, que quizás nunca antes se habían expuesto a pisar tanta boñiga. Decenas de miles de personas peregrinaron el fin de semana pasado a Madrid para exigir una solución a la «España vaciada», que vale lo mismo que aproximadamente un centenar de escaños en las Cortes, muy suculentos en la balanza de pactos de gobierno. Como ya se ha señalado estos días, el señor Cayo sigue interesado en traspasar los lindes de ese otro 30% del territorio en el que se concentra el 90% de los electores. En los entornos del interior rural sueñan con tener banda ancha, más megas para que los adolescentes no emigren a otros pueblos porque no pueden chatear por Internet y una red de Uber que les transporte a la consulta médica más cercana, que en algunos casos queda a varias leguas.

Si la despoblación da derecho a ser tratados con condescendencia en las agendas políticas, lo llevamos claro. Balears está en el lado opuesto de Teruel, de Soria, de Jaén o de tantas otras provincias que pierden vecindario a espuertas, que se están quedando huecas. Somos la duodécima comunidad en volumen demográfico, con 1,1 millones de habitantes, pero nos hacinamos a razón de unas 236 almas por kilómetro cuadrado. Esa es una proporción muy superior a la media estatal. Además, Palma es la octava ciudad con más residentes de todo el país y su crecimiento, desde principios del siglo pasado, ha sido exponencial; de menos de 64.000 en 1900, nos situamos el año pasado en casi medio millón de habitantes, con una concentración de un 30% de personas procedentes de otras localidades de las islas o de la península y un 23% de extranjeros afincados. Es evidente que nos encaminamos hacia la sobrepoblación y eso también genera sus consecuencias económicas, entre ellas que los recursos básicos no dan abasto y que no hay quien alquile un piso, como hemos podido comprobar de la experiencia. La consecuencia es la desigualdad. La modernidad creó el éxodo rural y al final estas urbes de promesas acaban por escupir lo que les sobra, tras haberle exprimido la pulpa. A los que abandonan el campo para mimetizarse en las ciudades no siempre les resulta rentable y feliz, pero marcharse de una aldea desértica y abandonada de la mano de Dios para apelotonarse en un barrio dormitorio siempre parece a priori una opción más excitante.

Los que se quedan en el pueblo han dicho que ya basta, que quieren ser rentables, porque es la única forma de acabar con la sangría del padrón. Por eso exigen servicios públicos de calidad y una fiscalidad diferenciada, que viene a ser lo mismo que reclamamos desde las islas, desde un padecimiento diametralmente opuesto. Y aquí es donde dos españas distintas se funden en un mismo lamento, el de que aquí no hay quien viva, pero solo una tiene crédito electoral suficiente como para que su clamor sea escuchado como una urgencia de Estado. Una rápida lectura en diagonal a los programas electorales revela que los planes especiales para combatir la despoblación en el mundo rural se han convertido en una reluciente etiqueta de campaña para varios partidos, como lo son, también para algunas candidaturas, el aborto, la inmigración o la identidad nacional. Después se verá en qué quedan las promesas, pero de momento da la sensación de que pueden hacer más en tres semanas los «Teruel existe» o «Soria ¡ya!» juntos que ocho diputados por Mallorca, Menorca y las Pitiusas en toda una legislatura.

Balears no interesa porque no puede hacer causa común con esos 99 escaños, y probablemente nos tocará seguir lidiando con la insoportable masificación humana, en pago por una actividad turística que nos está llevando derechitos al reventón, a base de aparentar que aquí no hay miseria porque se gasta dinero a manos llenas y porque todo el mundo quiere venir y repetir o quedarse. Un lugar donde tenemos colapso diario en la Vía de Cintura, las playas se encharcan cada dos por tres con las heces de los colectores saturados, hipotecarse es una utopía y hacer de inquilino te expone a que en verano el casero te mande a vivir debajo de un puente para realquilar tu hogar a precio de oro. En definitiva, este es un país inhabitable, tanto por defecto como por exceso.