Me crié entre carajillos, tragaperras, humo de tabaco, canciones de Manolo Escobar, timbas de cartas y blasfemias. Y en la calle. Los veranos, como toda niña de isla turística, pasaba muchas horas con mis abuelos. En sus lugares de trabajo. Era normal colorear cuadernos a medio metro de un grupo de hombres que brindaban con cubatas, merendar tragando a la vez bocata de mortadela y bocanadas de Ducados, dormir la siesta arrullada por los tacos de quienes perdían partidos y hasta leer sentada a los pies de una máquina de juego. No es que haya salido muy normal, pero ni me he dado al juego ni al alcohol ni a las drogas. Ni siquiera fumo. Y no lo entiendo. Aún no comprendo cómo es posible que no me haya convertido en una adicta a absolutamente todo aquello que, en temporadas de verano, me rodeó de niña. Y de adolescente. Lo tenía todo a mano: alcohol, juego, cigarrillos, el dinero de la caja... Quizás es que no se trata de prohibir. Se trata de educar. Prohibir es la vía rápida. La fácil. La que se aplica cuando no se quiere o no se puede invertir tiempo educando. Hemos creado una sociedad en la que el tiempo es un lujo, la educación (la de los libros y la de las formas) brilla cada vez más por su ausencia, vivimos de cara a las redes sociales y prohibir amenaza con convertirse en la norma. O la solución para todo, que es peor.