Escucho al periodista Juan Cruz en la radio. Le preguntan por su forma de entrevistar, si va directo al grano nada más comenzar. Responde que no, que se lo toma con calma. Él habla, conversa, se interesa por el personaje y, más tarde, pregunta. Entiendo que trata de que las personas con las que dialoga no sientan que están en el paredón. Cuenta la anécdota de la vez que entrevistó a un escritor famoso. Llegó a su casa y se encontró con una mesa perfectamente dispuesta y una comida suculenta. Juan Cruz añade que esa acogida fue, en sí, parte de la entrevista porque al fin y al cabo «las personas somos nuestros gestos». No puedo estar más de acuerdo con esa afirmación.

La entrevista sigue y, a partir de ahí, oigo pero no escucho. Pienso en esas mujeres con las que coincido en el vestuario del gimnasio y que no saludan jamás. Es cierto que en la intimidad de ese espacio hay estampas que desearías no haber visto nunca, pero no decir ni hola no hará que éstas desaparezcan de la mente. En la distancia corta de una cola, una sala de espera o un ascensor, los pequeños gestos valen por dos. Somos como conducimos. Es difícil ser una persona educada y respetuosa en la vida real, si en el volante no paramos en un paso de cebra, somos de los que metemos el morro del coche para no ceder el paso o nos colamos en la salida de la autopista.

«Dime cómo tratas a un camarero y te diré cómo eres», es la máxima de un amigo mío que trabaja en un restaurante. Personas que le llaman con un chist, chist, que le montan un número porque el café no es lo suficientemente corto, que le piden un plato con un «oye, mira, tráeme€» o que, simplemente, minusvaloran ese oficio que trata de hacer la vida más amable a los clientes.

Los hay que se toman muy a pecho eso de que «el que paga manda». Si las personas de a pie somos nuestros gestos, ¿qué decir de los políticos? Recordemos la monedita que le dio el que fue ministro de Defensa, Federico Trillo, a la periodista que le preguntó por las armas de destrucción masiva de Irak o al presidente de los EE UU, Donald Trump, que no respeta ni la Navidad cuando se trata de liarla. Sucedió durante la sesión de llamadas que los niños hacen a la Casa Blanca en Nochebuena. Un pequeño tuvo la mala suerte de que el Sr. Pelirrojo se pusiera al teléfono y le advirtiera de la rareza de creer en Santa Claus a los siete años. Trump es el patrocinador de las infancias truncadas. Y el Grinch.

Somos nuestros gestos negativos. Y también los positivos. Veo cómo una cuidadora trata a un señor en una residencia. Cómo le pone la música que le gusta, le esparce la crema en la cara y le habla con respeto, sin tratarle como a un niño. Gestos pequeños de gran impacto para quien los recibe. Es llegar tarde a una comida y que te hayan preparado y guardado un plato. Es un toque en un hombro o que te aguanten la puerta mientras sales cargada del supermercado. Todo muy sencillo, cotidiano. Y grande al mismo tiempo.