El otro día me dejé en casa el ego. Se me olvidó. Me di cuenta un buen rato después de haber salido del piso. Creía que lo había cogido. Sentí de pronto esa desazón que te embarga cuando compruebas que no llevas el móvil. Me palpé la chaqueta, rebusqué en los bolsillos de los pantalones, pero nada. Iba a volverme, pero decidí afrontar el día sin ego. Al poco rato me percaté de que pese a mi cara camisa, mi elegante americana, mis brillantes zapatos, mi porte esbelto y mi juvenil edad no me miraba por la calle ni Cristo. Ni las muchachas. Y el caso es que no me importó.

Cogí un taxi y me dirigí al evento al que me habían invitado, el homenaje a un veterano trapecista y escritor que recientemente había anunciado que dejaba de escribir sin red. La celebración era en un lugar elegante, el cátering abundante, los asistentes distinguidos. Reinaba un cierto ambiente aristocrático. A la hora de los discursos me colocaron en la fila doce. Me sentí complacido, honrado, feliz. Sabía que yo era de cuarta fila. Pero no me importó. Total, qué más da, pensé. Me encantaron las alocuciones, me pareció que todo el mundo era educado y brillante, amable y bienintencionado. Me sentí honrado y afortunado de estar allí. Al levantarme, un político fue a saludarme pero no dijo mi nombre bien. Creo que dijo, hola Agapito, en lugar de mi nombre verdadero. Se confundió. Lo saqué del error con una sonrisa, todo el mundo tiene lapsus, nos reimos de la confusión y tomamos juntos un dry martini. La aceituna me sentó fatal.

Al salir, alguien me dijo que estaba más gordo, a lo que no pude por menos responder lo que en realidad sentía: que él iba muy guapo y aseado y que ese peinado a lo emperador romano le hacía más joven. Volví caminando a casa. El trayecto podrían ser dos horas y cuarto. Y qué más da. Ejercicio que hago. Fui mirando el móvil. Nada. Ni una mención en Twitter, ni un me gusta en Instagram, nadie alabándome en el Facebook. Qué bien, qué placidez, qué bienestar en el ánimo, diríase, si quisiera exagerar, que me sentía feliz. Tenía tan poco ego que no me acordaba de mi ego.

Es verdad que me vi un poco solo, dado que en el homenaje al trapecista todos llevaban su ego. Un ego da mucha compañía. Sólo a mí se me ocurre salir sin él. Aunque ocupa su espacio, no crean. Recuerdo un almuerzo hace unos días, en Madrid, donde a un concejal de pueblo hubo que ponerle tres asientos, dos para él y uno para su ego. Luego vino el ego de una actriz y ya es que no se cabía en el restaurante. Yo no sé por qué no dejan los egos en la puerta, si entre ellos se entretienen muy bien. Y encima el ego del concejal quería postre. Todo el mundo cree saber cómo se alimenta el ego. Pero no saben que también le gusta mucho la tarta de queso. Bueno, llegué a casa. Abriendo la puerta me pregunté qué habría hecho mi ego todo el día a solas. Esperaba que no se hubiera aburrido. Tal vez habría estado viendo series, silbando o cocinando. Entré. Estaba tumbado en el sofá azul. Mi ego. Rápidamente me di cuenta de a qué se había dedicado tantas horas. En efecto: había estado engordando.