Hay algo romántico en levantar, cada mañana, la persiana de una librería. Es un gesto valiente. Utópico. Heroico. Tierno. Legendario. Casi místico y mítico. Épico, incluso. La cotidianeidad de un librero tiene algo de romántico y mucho de lucha contra gigantes que nunca fueron molinos. De bregar con cíclopes incapaces de ver qué hay más allá del ganado y buscar tesoros de papel en todo tipo de islas. Un librero sabe que un sombrero puede ser, en realidad, una boa devorando a un elefante y que hay mujeres que prefieren oír a su perro ladrarle a un grajo que a un hombre jurarles que las adora. Entiende que el monstruo no es la bestia hecha de pedazos de cadáveres sino su creador, que las ballenas blancas, los leviatanes, únicamente existen porque hay capitanes que las persiguen y que ¡El horror! ¡El horror! puede aguardar en cualquier rincón, no sólo al final del río Congo. Un librero conoce el misterio de los cuadros que envejecen detrás de un biombo y guarda, con celo, el secreto de todas las Sherezades del mundo. De la misma forma que todo lector que lo fue de niño tiene alma de Bastian Baltasar Bux, todo librero guarda en su interior un señor Koreander. Es una verdad mundialmente reconocida que cualquier persona, poseedora de una pequeña fortuna, necesita una librería. Pongan un librero en su vida.