Con bromas. Buscando el lado bueno. Asumiendo retos pospuestos toda la vida. Hundiéndose. Viéndolo todo negro. Con pena por la familia. O por una misma. Con miedo. Con terror. Con dolor. Con ganas de no salir de casa. O de recorrerse el mundo. Sirviendo de apoyo a las demás. O buscando ese apoyo. Con pañuelo. Con peluca. Enseñando al mundo el cráneo lampiño. Esperanzada. O hundida. Llorando a escondidas o compartiéndolo todo con las personas a las que quiere. Queriendo saberlo todo. Pidiéndole al médico que no le cuente demasiado. Cada persona afronta el cáncer como quiere. O como puede. Cada cáncer es diferente, los tratamientos no sientan igual a todos los pacientes, el entorno tampoco es el mismo, ni las relaciones ni la confianza con quienes tienen cerca. Y, sobre todo, cada persona es un mundo y eso no lo cambia el cáncer. Cada enfermo tiene derecho a afrontar la enfermedad como le dé la gana. Tiene derecho, incluso, a venirse abajo. Y nadie, en su entorno o fuera de él, debe hacerle sentir en la obligación de sonreír, de llevarlo bien, de ser valiente, porque eso añade sufrimiento y preocupación a su dolor. Que unos decidan, consigan o les salga de forma natural afrontar el trance con una sonrisa, sea o no sólo de puertas afuera, no significa que todos los demás deban imitarles. O se sientan culpables por no poder hacer lo mismo. Cada enfermo de cáncer tiene derecho a sobrellevar su enfermedad como buenamente pueda, de la manera que necesite o le ayude. Aunque desde fuera no lo entendamos.