Justo ayer se falló en Gran Bretaña el prestigioso -y económicamente jugoso- Booker Prize, cuyo catálogo de ganadores quita el hipo al amante de la literatura anglosajona contemporánea. Además de ese efecto, la historia de este premio también produce más de una sonrisa irónica, porque está llena de rifirrafes entre conocidos escritores; rifirrafes que, a diferencia de los que se dan entre nuestros novelistas patrios, trascienden a la prensa y se convierten en comidilla de tertulia. Claro que para eso hace falta una amplia y receptiva comunidad de lectores con sentido crítico? y con sentido del humor. El simple hecho de estar en la lista de finalistas supone un impulso enorme para la carrera de los seleccionados, cuyas declaraciones previas al fallo, recogidas por tierra mar y aire, ayudan a crear expectación e interés entre el público.

Los finalistas de esta edición, cuatro hombres y dos mujeres, presentan obras de muy distinto tema y, según deduzco -sólo he leído la sinopsis-, diverso estilo. Al explicarnos cómo se gestaron sus obras nos brindan también una panorámica de la psique del novelista, empezando por el sujeto controlador que se documenta durante años, fiel desde el principio a un plan inamovible, para acabar por quien alumbra una idea y luego redacta sucesivas versiones con el fin de que los personajes, a los que otorga vida propia, vayan construyendo la novela por su cuenta. A primera vista, todas las novelas parecen interesantes, pero me llama la atención 'The Overstory', de Richard Powers, que convierte a los árboles en protagonistas de una historia «mucho más grande y antigua de las que solemos contar sobre nosotros mismos».

Hace una semana del desastre del Llevant. Una semana en la que, junto al estremecedor espectáculo de la Naturaleza desatada, del miedo y el dolor que causan las pérdidas humanas y materiales, hemos sido testigos de algo muy positivo: la solidaridad de la gente. Un rasgo de nuestra especie, en muchas ocasiones adormecido, que se activa de manera instintiva cada vez que se desencadena una tragedia social. Lo más apremiante ya se ha hecho; ahora queda el trabajo de fondo y, sobre todo, asumir una lección de humildad: que somos parte -y no la más importante- de un delicado conjunto de circunstancias que no siempre podemos controlar.

La reacción primera en estos tiempos de felicidad obligatoria es buscar responsabilidades; pero si no se encuentran negligencias y sólo nos enfrentamos a la cíclica furia de los elementos, hemos de aceptar, sin más, nuestra escasa relevancia en un plano de dimensiones enormes. Quizá, como aconsejan, haya que extremar la previsión, revisar el diseño urbanístico o redoblar precauciones cuando termina el verano, pero no olvidemos que la Naturaleza tiene sus propios ritmos y caminos. Conocerlos y respetarlos es la única forma de convivir con ella; acaso, en suma, de sobrevivir.