Noche de Sant Ciriac. Miles de ibicencos se han desplazado a Vila para contemplar los fuegos artificiales. Al otro lado de la bahía, la ciudad se percibe muy distinta a otros años. En el lujoso puerto de megayates únicamente hay tres embarcaciones. El año pasado no cabía un alfiler. Una imagen que en los andenes se ha repetido todo el arranque de la temporada y que constituye uno de los muchos síntomas que, más allá de unas cifras oficiales que aluden a una caída moderada, permiten anticipar que este 2018 se acabará calificando como la temporada del gatillazo.

Otro síntoma: un restaurante que en los últimos años llenaba todas las veladas y hasta tenía que rechazar clientes, vivió en el mes de julio una noche de pesadilla en la que ni un solo comensal se sentó en sus mesas. Los propietarios de otros establecimientos hablan en términos similares y, a la hora de poner cifras a la reducción de las ventas, aluden a un descenso del 30, el 40 y hasta el 50%. Existen determinados locales que siguen operando más o menos con niveles semejantes a los de la temporada pasada, pero muchos otros ven reducidas sus expectativas de beneficios de forma drástica.

Un paseo en julio por Platja d'en Bossa también bastaba para descubrir que en la inmensa mayoría de beach clubs y chiringuitos la ocupación de las hamacas era paupérrima. Filas y filas de tumbonas sin nadie acostado sobre ellas. El propio Ayuntamiento de Sant Josep reconoce que este año no ha habido problemas de sobreocupación de hamacas en las concesiones porque muchas se quedan vacías a diario.

Incluso Platges de Comte, playa antaño asediada por miles de turistas que no dejaban un palmo de arena sin ocupar e incluso se apostaban sobre las rocas, se mantuvo hasta finales de julio con unos niveles de tranquilidad inéditos desde hace décadas. Y hasta en nuevos establecimientos orientados al segmento del lujo, en los que se han invertido costosas campañas de marketing, por ejemplo en Talamanca, muchas noches incluso de agosto solo se observan un par de mesas ocupadas.

Las tiendas de ropa y souvenirs de Vila, los pequeños supermercados de la bahía de Sant Antoni y muchos otros comercios de la isla también han visto reducida su actividad de una forma drástica. No existen cifras oficiales hasta el momento, pero no hay un solo comerciante al que se le pregunte que no califique la temporada de altamente inquietante e insista en una reducción del negocio que siempre supera las dos cifras.

El misterio del asunto radica en que, sin embargo, según las estadísticas, el descenso en la ocupación hotelera únicamente cayó un 2% en julio. Estaría bien, por cierto, que los empresarios informaran en paralelo sobre la reducción de precios que han aplicado para llenar unas habitaciones que amenazaban con quedarse vacías. Proporcionaría una visión más aproximada de las dimensiones alcanzadas por esta desaceleración turística. ¿Dónde se han metido, por tanto, todos esos turistas que sí han pernoctado en los hoteles y que, sin embargo, han dejado medio vacíos restaurantes y comercios?

La situación contrasta, además, con un arranque de temporada que no resultó tan irregular, con buena actividad en la mayor parte de los restaurantes y comercios, en relación a la ocupación menor que se registra estos meses. El fenómeno, por consiguiente, únicamente tiene explicación en base a un cambio radical en la tipología del cliente que se desplaza a la isla en los meses fuertes de la temporada.

De un turista familiar, que contrata estancias largas, va de compras y almuerza y cena en restaurantes, pasamos a un turista relámpago que contrata un fin de semana largo y al que esencialmente le interesa la fiesta, ignorando la oferta que le plantean los comercios y la gastronomía local. Hasta hace unos años, ambos modelos habían convivido sin problemas. Sin embargo, con la expansión de la fiesta a las playas y hasta las casas de campo y la vinculación del ocio al segmento del lujo, inflando los precios a unos niveles prohibitivos, el turista relámpago de la fiesta ha acabado echando al turista familiar que alimentaba a los negocios tradicionales. Es la única explicación posible a esta discrepancia tan exagerada entre el flujo de visitantes y la caída drástica de ventas en la oferta complementaria.

Hace unos días, una amiga se sentó en un chiringuito de la playa de ses Salines, pidió un zumo sin consultar previamente la carta y se lo sirvieron junto a un ticket por importe de 25 euros. Cuando preguntó por semejante disparate de cuenta, el camarero le respondió que su zumo llevaba tres frutas. En Ibiza hemos perdido definitivamente la perspectiva y, a este paso, persistiremos en el error hasta entrar en barrena. Los síntomas están ahí. Cabe asumirlos y tomarlos en serio.