Cuando era menor ejercí una corta temporada como 'mantera' en la playa con una amiga, a cuenta de un individuo que nos suministraba esencias falsificadas pagando cada venta a comisión. Como niñas blancas, las recriminaciones no pasaban de «golfas» y nos ahorrábamos los exabruptos de los cuñados a nuestro vecino subsahariano, o su condescendencia. A este Ulises, que había cruzado África a pie y el mar ignoto y hablaba cuatro idiomas, le regateaban con gestos y diálogos propios del Tarzán de Johnny Weissmüller, aunque él, que tampoco era santo varón, se resarcía alardeando de su éxito con las «solidarias» y curiosas europeas. Mi situación mejoró y fui empleada en un negocio legal de hostelería, donde ya sólo tenía que ocultarme de la Inspección, porque mi probo jefe nos tenía a media plantilla sin contrato, y ahora que soy persona de provecho en un mercado de trabajo de falsos autónomos, horas extras por la cara y demás perrerías, puedo al fin olvidar el pasado y darme el lujo de despotricar contra la venta ambulante. Hay que acabar con ella. Es competencia desleal y enriquece a las mafias. El problema está en qué haremos después con los que no disponen de otro modo de vida. Más en Eivissa, que no tenemos ni un centro de acogida digno de ese nombre. ¿Darles una oportunidad? Por cierto, mi comprensión no alcanza a los delincuentes que menudean con drogas, a los cenutrios que machacan las dunas, a los carreteros que vocean sin respeto al bañista ni a los mojiteros que han convertido Cala Saladeta en su 'beach club' particular. Las barrabasadas de este hatajo de vividores del verano ibicenco no se justifican por la necesidad.