Son una banda. Bueno, muchas bandas. Y todos sus integrantes van armados. Cargan con sus bártulos tratando de pasar desapercibidos entre el maremágnum de gente. Escondiendo lo que llevan en sus mochilas, maletas y fundas. Material peligroso. Casi radiactivo para algunos. Elementos con los que infringir la ley. Con los que poner a la policía contra las cuerdas. Con los que burlar la ley silenciosa impuesta por las administraciones. Metralletas de notas. Bombas de compases. Minas de ritmos. Sus perfiles recortados en la noche causan auténtico pánico. Incluso fuera de los focos. Que tiemblen las instituciones. Se están organizando. Son muchos. Se sienten delincuentes. Y no sienten miedo. Desterrados al lado oscuro no tienen nada que perder. Ya han perdido la temporada. Su sustento. El dinero con el que poder subsistir al duro invierno. Ahí siguen sus instrumentos, en silencio, guardados en mochilas, maletas y fundas. Condenados por la ley del silencio, una normativa melófoba que únicamente parece afectar a los músicos. A las bandas que tocan en directo. Basta dar una vuelta por la isla para escuchar música enlatada. Da igual la hora. Da igual el lugar. Da igual el volumen. Todo sigue sonando igual en esta isla excepto los músicos. Y sus instrumentos, que llevan meses en silencio. Y tristes.