Quiero viajar gratis por mi cara bonita, que me paguen una pasta por patrocinar cualquier chorrada en las redes sociales y tener a cientos de miles de cretinos pendientes de mi face y mi Instagram (Twitter es como que muy aburrido, ¿no?). Quiero influir, volver a poner de moda los bocadillos de mortadela con aceitunas y las cintas de Los Panchos. Quiero que me regalen tangas de leopardo para promocionarlos, así como que muy cuqui, mientras poso en plan modelo (casposo y con barriguita) en una cala con chanclas y riñonera al cinto. Quiero que me sigan, que besen por donde piso y pisen los bares en los que me besan y me sirven una cerveza nada más entrar. Jopé, ¡quiero ser influencer! Aunque debe ser muy cansino. Para empezar, hay que estar al corriente de lo más cool y, como ya han podido comprobar, yo de eso tengo poco. Y pensar cada día un estilismo (¿lo cualo?) para salir mono y resultón. Y saber poner morritos y cómo salir en las fotos sin papada (yo la llevo de serie...). Fotos en las que, of course, no pueden salir los colegas. No os enfadéis, pero esos chándales y peinados en plan lametazo de vaca... No, no. Demasiadas exigencias. Aunque hay listillos que viven de esto y una turbamulta que les sigue. En Eivissa tenemos un@s cuant@s subiendo a la red mil planes fantásticos y únicos con ellos fantásticos en situaciones únicas. Qué subidón, oyes. Aunque dicen que el mundo del influencer está cambiando. Jesús, cómo sufro por ellos...