Hace años que se veía venir. Tanta saturación de reservados, zonas vip y productos orientados a millonarios consagrados al despilfarro nos acabaría pasando factura. Ya llevamos tiempo pagando un peaje social inasumible, como es la falta de vivienda para residentes y trabajadores estacionales, y un peaje cultural dramático, con la pérdida de identidad y la progresiva desnaturalización de la isla. Ahora, a todo ello, hay que sumar la aparición de los efectos secundarios del lujo en el propio sector turístico.

La primera señal de alarma la han disparado los hoteleros, al anunciar que las ventas de habitaciones para julio y agosto van más lentas de lo normal, que las pernoctaciones han vuelto a descender en mayo y que la causa principal es la imagen de carestía que Ibiza proyecta al mundo, junto con la competencia de otros destinos mediterráneos. Hace unos días, sin ir más lejos, Diario de Ibiza publicaba que por el precio de una semana de vacaciones en la isla se puede disfrutar un mes entero en Lanzarote.

Decía el vicepresidente de los hoteleros, Juanjo Planells, que en este 2018 «veremos descensos en todas las estadísticas» y que «los clientes se quedan cada vez menos en Ibiza». Incluso el presidente de la asociación Ocio de Ibiza, José Corraliza, reconocía también que «hay preocupación empresarial por las proyecciones de esta temporada» y que «la curva de decrecimiento ya ha comenzado».

Al final, es probable que la ocupación se salve, como el año pasado, porque muchos establecimientos reducirán drásticamente sus tarifas con tal de llenar las habitaciones vacías. Pero la tendencia a la baja es una realidad y habrá que comenzar a pensar en una estrategia para revertirla.

Durante décadas, Ibiza ha coexistido con el terrible lastre de una imagen protagonizada por las drogas y la fiesta sin control, nuestros dos grandes caballos de batalla. Las administraciones llevan años invirtiendo en campañas para trasladar al mundo una visión de Ibiza alejada de esta orgía perpetua, para retener a un turismo familiar europeo que, al fin y al cabo, es el que tradicionalmente nos ha dado de comer. Sus estancias, en lugar de por días, se cuentan por semanas.

Las empresas que promueven el lujo nos lo vendieron como la gran panacea que revolucionaría la industria turística y conquistaría una nueva imagen para Ibiza, además de llenarnos a todos los bolsillos. Dicha premisa ha resultado ser esencialmente falsa, pues en estos últimos años las desigualdades se han acrecentado, se han prostituido playas y paisajes y los beneficios se los han repartido entre unos pocos. En paralelo, se ha ido desdibujando esa isla camaleónica, desenfadada, universal y de fuerte carácter, donde se relacionaba gente de toda condición, clase social y nacionalidad, de una forma natural y sin artificios, algo que ya casi hemos perdido.

Con la perspectiva del tiempo, ahora sabemos que la isla del lujo y y la de la fiesta perpetua y las drogas son el mismo perro, con un collar más dorado y hortera. Idéntico desenfreno y despiporre, protagonizado por gente con más recursos, que paga el triple por lo mismo que ya ofrecíamos antaño, aunque con un decorado falsamente glamuroso de cartón piedra.

El problema no se reduce a una mera cuestión de tarifas sino al tremendo desequilibrio entre calidad y precio, y a la lamentable imagen que se proyecta cuando dicho desajuste resulta tan descarado. Contamos con grandes profesionales que regentan algunos establecimientos con una calidad lo suficientemente elevada como para servir de coartada a sus inflados precios. Sin embargo, existen otros muchos hoteles, negocios de la oferta complementaria y una troupe de piratas camuflados en empresarios que ofrecen productos inferiores repercutidos como de alto standing, lo que prácticamente constituye un timo o una estafa. En Ibiza casi todo se vende como lujo, cuando la mayoría de la oferta es de tipo medio e incluso bajo.

Mientras los turistas del mundo sigan picando y llenando villas, apartamentos y suites, y pagando por habitaciones ramplonas como si se alojaran en el Waldorf Astoria, nos iremos salvando. Pero a la vez que mantenemos este producto y le otorgamos toda la visibilidad, vamos sembrando de minas el futuro. ¿Cómo volveremos a atraer a las familias de clase media-alta europea cuando caiga la demanda del producto de lujo? ¿Quedará algún fragmento de Ibiza auténtica que vender? ¿Resultará creíble?

Los liberales a ultranza responderán que el mercado se autorregula y que las tarifas se irán ajustando solas. Pero el sambenito de isla de precios desorbitados no nos lo quitaremos en años. Habrá que ir pensando en cómo diversificar el producto Ibiza y de qué manera transformar su imagen para anticiparnos y evitar una posible crisis que, de lo contrario, más pronto o más tarde, acabará llegando. La burbuja ha comenzado a desinflarse.