Un año más, hemos dejado atrás el Día del Libro, un Sant Jordi tan entrañable y espectacular como engañoso. He pasado esta última Diada en Barcelona y al ejercer de cicerone con unos amigos franceses, he visto que alucinaban. Les parecía irreal el baño de masas que se daban los escritores, locos de aquí para allá en su apretada gincana de firmas en estands y librerías. En el contacto de lectores y escritores, la novedad de este año ha sido que, más que la firma o dedicatoria, el supuesto lector ha buscado una autofoto - selfy en snob- con el autor elegido. El caso es que estaban mis amigos tan entusiasmados con el espectáculo que me he visto en la necesidad de rebajar su euforia y explicarles que la celebración, siendo fantástica, que lo es, da una imagen colectiva de efervescencia cultural distorsionada.

Porque siendo un evento muy aparente y emotivo, el Día del Libro disfraza una situación pobre y prosaica. Se edita demasiada basura y, no nos engañemos, el personal está muy lejos leer los libros que compra. La mayoría acaban, tras somera lectura de solapas y sin tan siquiera abrirlos, en un estante o en cualquier rincón de la casa. Y los libros no pueden ser cosa de un solo día. Luego he visitado por Internet estos mismos papeles y he sabido que los editores y libreros ibicencos critican la política editorial del Consell. Me sumo a su queja.

Hubo un tiempo en que las subvenciones ayudaban en el convencimiento de que también la bibliografía insular creaba patrimonio. Hoy no parece que importe. Me consta que existe un buen número de documentos y estudios sobre diversos aspectos de las islas -historia, arquitectura, arqueología, costumbres, etc- que no ven la luz, precisamente, porque nuestros mandarines miran hacia otro lado. Mal asunto. Y no es un problema menor que en la isla tengamos 'tiendas' que venden libros, pero que nos sobren dedos en una mano para contar los libreros que realmente puedan asesorarnos. Es lo que hay.