Por culpa de la tensión arterial hace tiempo que me tengo que tomar el café descafeinado. Si es bueno y el que lo prepara tiene maña, casi ni se nota la diferencia, pero no es lo mismo.

El problema no es que me tenga que tomar el café descafeinado, gracias a ello puedo seguir tomando café, el problema es que vivimos en una sociedad descafeinada.

Y muchos pretenden que la Iglesia también viva descafeinadamente. Que esté ahí, sobre todo cuando se la necesita, pero que haga poco ruido.

Que no exija nada, que esté calladita, y no moleste, pero que ponga toda su riqueza espiritual y tradicional al servicio de la humanidad.

Que tenga que poner toda su riqueza espiritual y tradicional al servicio de la humanidad es una esencia que va en su propia naturaleza. Que se le pida que sea descafeinada es exigirle que desaparezca.

Este domingo las lecturas nos muestran cómo Jesús enseñaba con autoridad. No significa que enseñara con despotismo o con autoritarismo, sino que sus obras y sus palabras eran coherentes y la gente que le veía y le escuchaba por su coherencia de vida le creía.

Nos falta mucha coherencia en nuestra vida. Vivimos una cosa pero queremos otra. Sabemos de los esfuerzos que tenemos que realizar para conseguir algo pero lo queremos inmediatamente sin tener que esforzarnos demasiado. Descafeinamos nuestras relaciones y nuestro trabajo.

Esta realidad provoca en nosotros una especie de esquizofrenia ya que no sabemos muy bien lo que queremos. Bueno sí, queremos ser felices, pero no sabemos cómo alcanzar y descubrir la felicidad por que unos nos venden que para conseguirla sólo es necesario hacer lo que nos dé la gana y comprar todo aquello que el mercado nos ofrece como elixir de la eterna juventud y de la eterna felicidad.

Pero no nos dicen que todos estos productos tienen fecha de caducidad, porque al instante necesitamos de otra cosa y de otra oferta para ser felices.

Si queremos vivir en una sociedad descafeinada, me parece bien, pero no pidamos a todos que vivan descafeinadamente.