Hay un runrún que atraviesa Ibiza de punta a punta y que cada vez se escucha más alto. Al principio, sólo eran susurros, por aquello del mal fario, pero ya nadie lo esconde: la temporada anda a trancas y barrancas. No será desastrosa, ni provocará un aluvión de quiebras, pero no se comporta, ni muchos menos, como estaba previsto. La demanda de alojamiento se ha ralentizado y la afluencia de turistas al resto de negocios es tan irregular como la meteorología, que tan pronto nos deleita con un sol radiante como con un cielo encapotado.

Ante esta situación anómala e inquietante, algunos se afanan en definir las causas, mientras comienzan a despertar del sueño dorado en el que llevábamos inmersos un lustro. Los hoteleros -no todos, pero sí algunos muy representativos- han sido los primeros en advertir del pinchazo en voz alta. Primero volcaron las culpas en las viviendas de alquiler, pero a los pocos días también reconocían que tal vez se ha tocado techo con los precios y que la burbuja del lujo puede tener un efecto bumerán para el conjunto de la economía pitiusa.

No son los únicos en notar el bajón. En muchos restaurantes los días de llenazo absoluto se alternan con otros a medio gas y, aunque no hay síntomas de alarmismo en el corto plazo, preocupan las temporadas venideras. Las cifras, además, despistan porque resultan contradictorias con este pálpito. El aeropuerto sigue acumulando récords de visitantes, pero cada vez parece más claro que eso solo significa que hay más gente que va y viene.

Algo a lo que no estábamos acostumbrados en verano, ahora se manifiesta de forma clara: hay turismo de fin de semana y la actividad registra picos negativos el resto de días. Que se lo pregunten, si no, a los taxistas. Antaño, por el contrario, no se percibían diferencias porque el turismo lo protagonizaban familias que viajaban por semanas enteras. Si la primera hipótesis proclamada por la patronal hotelera fuera cierta -el desplazamiento de sus clientes a viviendas en alquiler-, el sector de la restauración no se habría resentido, ni se verían calvas en las zonas de hamacas de las playas. También faltan clientes en las casas.

Se venden menos habitaciones y los precios cotizan a la baja en Ibiza y, muy especialmente, en Formentera. Y todo está ocurriendo sin que se hayan producido cambios significativos en el mercado. Los destinos mediterráneos de sol y playa ubicados en países conflictivos siguen con los mismos niveles de inseguridad. Las causas, por tanto, tienen que ser eminentemente internas.

Creo que no existe un estudio riguroso y reciente que determine con qué sensaciones se marchan a casa nuestros turistas -el famoso boca a boca-. Pero hay cosas que tienen que hacer mella a la fuerza. Por ejemplo, tardar una hora y media en ir al mercadillo o a la puesta de sol; encontrarse la arena de playas supuestamente paradisíacas sembrada de colillas o con el agua de color marrón; o que te metan un sablazo estratosférico por un mini gallo de San Pedro al horno.

La Ibiza del lujo es caviar para hoy y pan duro para mañana. Llevamos años difundiendo a los cuatro vientos que somos la isla mega cool y expulsando a las familias, que son las que garantizan la regularidad y la viabilidad de la mayor parte de los negocios. ¿Cuántos clientes potenciales habrán pensado que no pueden permitirse unas vacaciones en la isla por la idea de carestía que transmitimos? Hemos alimentado tanto la bestia del VIP y la exclusividad, que hasta las televisiones han sustituido la habitual procesión de borrachos por el derroche sórdido de los multimillonarios.

Las burbujas especulativas sin control siempre acaban estallando. Lo peor no es que se lleven por delante una parte sustancial de la economía, sino que arrasen con la idiosincrasia que nos hacía diferentes y auténticos, y nos dejen sin argumentos para reconstruirnos. Desde luego, algo pasa en la isla cuando hasta los locales regentados por genios acaban utilizando culos como reclamo.

Publiqué mi primera guía turística sobre Ibiza en 2002. Entonces había sólo dos hoteles de cinco estrellas, las habitaciones más lujosas costaban 150 ó 200 euros en agosto y triunfaban unos restaurantes que ahora ni se nombran, donde se comía maravillosamente por 30 euros. Todos sabemos a qué precios andan hoy las cosas y eso, bajo mi punto de vista, constituye otra de las principales causas por las que ahora le vemos las orejas al lobo.

Convendría ir rectificando; por ejemplo, adecuando las tarifas a la calidad real de los servicios, diversificando la oferta para atraer a otros segmentos de mercado, diseñando una promoción en consecuencia y, sobre todo, invirtiendo para proteger la auténtica Ibiza y ponerla bonita. Le hace mucha falta.