Un episodio violento protagonizado por un padre el lunes pasado en un partido de fútbol de alevines (niños de 11 años de edad) en Can Cantó obligó a suspender el encuentro y ha puesto de manifiesto, una vez más, el grave problema que supone la actitud agresiva de algunos progenitores en los campos. El hombre intentó agredir al entrenador de su hijo, del Insular B, según una versión porque no le había sacado a jugar y, según la explicación del protagonista, porque el entrenador afeó al padre la preocupación que mostraba hacia el niño, que estaba llorando en el banquillo. El otro entrenador, del Sant Carles, decidió retirar a sus jugadores del campo, y junto con el otro preparador acordaron suspender el partido.

No es una situación nueva en partidos de fútbol base, donde a menudo se traslada la violencia que rodea a las categorías de adultos. Lamentablemente, hay padres y madres que no entienden que son espejos para sus hijos y que su comportamiento agresivo o desconsiderado con el rival, los árbitros o con los propios compañeros o entrenadores será lo que copien los niños. Actitudes semejantes son la antítesis de los valores que debe promover el deporte, mucho más en edades en las que los niños son esponjas y están incorporando lecciones cada día de las personas que les rodean y con las que están estrechamente ligados. Si un niño ve que su padre respeta al contrario y no se burla de él, hará lo mismo, y si no lo hace, el adulto le reprenderá para que no consolide ese tipo de comportamientos. Si el chaval observa a su padre insultar, despreciar y humillar a los demás, a nadie le extrañará que él haga lo mismo. Esta reflexión básica se olvida a menudo en las gradas.

El padre que protagonizó el lamentable incidente ha pedido disculpas y ha declarado que su comportamiento fue «injustificable», y que se le «cruzaron los cables» al ver al niño llorar. Dentro del bochornoso incidente, la rápida reacción de este hombre, y su declaración pública de que está arrepentido, nos da una clave fundamental a la hora de abordar la violencia en el fútbol: es importante aislar a los violentos, que se sientan mal por comportarse de esa manera, que noten la reprobación general y que se lo piensen antes de dejarse llevar por un arrebato. Que controlen sus nervios. Esta censura generalizada sirve también de aviso a navegantes: otras personas acostumbradas a desgañitarse en las gradas o a perder la educación lo mismo ahora se frenan un poco.

La implicación de los clubes deportivos contra la violencia es básica y necesaria. Los entrenadores deben dejar muy claras las normas de obligado cumplimiento, tanto a los niños y adolescentes como a sus progenitores: que sepan que los gritos, los malos modos y la agresividad no tienen cabida en el deporte y son opuestos a la sana competitividad. Los técnicos no solo enseñan a jugar al fútbol: su labor va mucho más allá, y es casi más importante la que está relacionada con los valores y el respeto que son capaces de transmitir. Pero la responsabilidad se extiende a todos los actores implicados: árbitros, que tienen una importante labor pedagógica y deben velar por el juego limpio, tanto en el campo como en las gradas; directivos, que han de marcar unas pautas claras para todos los miembros del club; familias, que tienen que rechazar a los violentos... Es preciso que cada uno asuma su parte, de modo que entre todos consigamos erradicar la violencia del fútbol base.

El episodio del lunes en Can Cantó es excepcional porque los entrenadores decidieron suspender el partido y el caso ha trascendido: su difusión es lo que ha movido a la reflexión en torno a esta realidad. ¿Cuántos otros episodios violentos y desagradables se quedan en anécdotas internas que solo conocen quienes las han vivido? Por tanto, es la ocasión para abordar con firmeza el problema y que los clubes se comprometan a aplicar normas estrictas para impedir que proliferen los comportamientos agresivos en el campo. Y quien no se sepa comportar, que sea obligado a abandonar las gradas.

La competitividad como ejercicio de superación es positiva; pero cuando se convierte en prepotencia, chulería y desprecio, no tiene nada que ver con el deporte.

Muchos padres y madres desean que sus hijos sean los mejores: los más espabilados, los que más goles meten, los más listos, los más todo. No se dan cuenta de que esa presión los convierte en los peores. Y a ellos también.