El primer gran estigma que ensució la prístina imagen que hasta entonces irradiaba Ibiza fue el de las borracheras y las drogas. De exótico paraíso pasamos a territorio sin ley donde imperaban los pub crawl y la anarquía pastillera. En paralelo al desparrame narcótico-etílico de los hooligans, la prensa internacional nos adjudicó el segundo estigma: la isla del sexo desenfrenado. A menudo se nos definía como una suerte de Sodoma y Gomorra y quien aterrizaba por primera vez se esperaba una orgía en cada esquina.

Estas etiquetas provocaron la espantada de una parte sustancial del turismo tradicional y familiar. Para ciertos entornos sociales europeos, anunciar que se venía de vacaciones a Ibiza era casi como colgarse del pescuezo una pizarra con la palabra ´depravado´. Fueron años en que los chiringuitos se hinchaban a vender cerveza en lugar de champán, además de servir muchas más raciones de pollo y espagueti que de parrillada de pescado.

Pese a todo, Ibiza siempre logró sortear su mala imagen y los turistas, salvo temporadas esporádicas, mantuvieron un crecimiento constante.

En los últimos tiempos incluso les hemos visto multiplicarse hasta tal extremo que ahora comenzamos a preguntarnos cómo reducir el número de visitantes en julio y agosto, sin que la economía se resienta.

Sin embargo, no es de extrañar que siempre haya sucedido así. Una vez que el turista llegaba a la isla, más allá de juergas y bacanales, descubría una colección de playas espectaculares, gastronomía exquisita, pueblos idílicos, gente pintoresca y, por supuesto, un ambiente nocturno único en el mundo. Una farándula discotequera y divertida, que pasaba bastante desapercibida salvo para aquel que iba a buscarla.

La fiesta aún no había fagocitado al resto del territorio, con la presente oleada de marketing artificioso y omnipresente.

Así llegamos al tercer estigma, que es el que sufrimos ahora y que sirve de gancho a innumerables programas televisivos y publicaciones sensacionalistas: la Ibiza del lujo, la de los precios prohibitivos. Nos envuelve un halo de elitismo que, de momento, congrega a cientos de miles de personas con alto poder adquisitivo.

Saturan los chiringuitos de lujo, los beach clubs, las discotecas y los hoteles con encanto. Los alojamientos y la oferta complementaria de carácter más económico, por el contrario, sufren más cada año que pasa. Nos estamos convirtiendo, desde el punto de vista económico, en el anticristo de la clase media.

De momento, hemos capeado la tormenta desatada por los tres primeros estigmas pitiusos, pero el próximo que se avecina tiene visos de ser el definitivo; el que podría dinamitar definitivamente nuestra imagen y forma de vida. El cuarto estigma, si no nos esforzamos muy intensamente en ponerle remedio, será el de la Ibiza sucia; el de la isla contaminada. La semana pasada, el GEN-GOB presentó un informe demoledor que afirmaba, con cifras oficiales de la Agencia Balear del Agua y la Calidad Ambiental (Abaqua), que el 63% de las aguas residuales de la isla se vierten al mar con una depuración deficiente.

Hablamos de arrojar a la costa -a través de los emisarios que rodean la isla-, más de ocho millones de metros cúbicos procedentes de las depuradoras de la red pública. Regresan al mar con elevados índices de contaminación microbiológica; es decir, con heces. Y eso sin contar los vertidos incontrolados e ilegales. Pese a la grave sequía, lamentaba el GEN-GOB, sólo somos capaces de reutilizar el 7% de las aguas residuales. La razón es la obsolescencia de nuestras infraestructuras de depuración y el disparatado índice de población flotante que se aglomera aquí en temporada alta.

Hasta el momento, los medios de comunicación foráneos siguen alimentándose de los viejos estigmas -sexo, drogas y lujo-, pero es cuestión de tiempo que acaben fijando la mira telescópica en los sonrojantes índices de contaminación que azotan la costa y ensucian las playas. Ya sea por sí mismos o porque se lo sugieran nuestros competidores. En cuanto se pongan a hablar de microalgas, vertidos de heces al mar y urbanismo desaforado, por poner algunos ejemplos, probablemente acabemos sentenciados en cuatro temporadas.

Toda la industria se sustenta en nuestra leyenda de paraíso. Si esta etiqueta se esfuma, nuestra economía se derrumbará como un castillo de naipes. Tal vez aún haya tiempo de controlar los efectos de la catástrofe, pero urge planificar soluciones con ambición, realismo y amplitud de miras.