En cuanto un producto experimenta una demanda desaforada, inmediatamente surgen los mercados paralelos, los intermediarios y los conseguidores. Un frenesí que se expande, en gran medida, al margen de la legalidad, que genera un volumen extraordinario de economía sumergida y que transforma a la sociedad. Hay ejemplos recurrentes, como las drogas, la prostitución o las armas, pero las consecuencias son igualmente dramáticas si el fenómeno se cierne sobre bienes de primera necesidad, como la energía, el transporte o el agua.

Cuando esta explosión de la demanda se produce sin regulaciones claras que minimicen sus efectos negativos o sin controles suficientes por parte de las autoridades, la coyuntura degenera en graves desajustes sociales. Así está ocurriendo en Ibiza con el sector de la vivienda en su más amplio espectro, desde los modestos pisos de barrios y pueblos a los lujosos chalets de la costa. La isla experimenta una burbuja sin precedentes, que está trastocando nuestra forma de vida hasta unos extremos impensables hace una década. Implica, además, una confrontación de intereses difícilmente conciliables.

Por un lado, las miles de personas que buscan casa a un precio razonable y no la encuentran. Por otro, esas familias con propiedades que incluso capean paros de larga duración gracias a esta explosiva demanda, permitiéndoles mantener unas hipotecas que, de otro modo, les habrían arruinado. Y, en el mismo campo de juego, una telaraña creciente de intermediarios, supervivientes y caraduras, que están haciendo el negocio de su vida en la más flagrante ilegalidad.

Dudo que haya otro rincón del mundo en el que un porcentaje tan elevado de la población forme parte de una red de afectados por los precios de los alquileres. En Facebook, este grupo supera ampliamente los 7.000 miembros y en él se narra a diario una vergonzante sucesión de abusos y estafas.

Estos días, un amigo que trabaja para una empresa de hostelería me explicaba que no hay forma de traer empleados de fuera de la isla, a causa del problema. Lleva días buscando vivienda para un directivo en la zona de Santa Eulària y lo mejor que ha encontrado es un avejentado apartamento de dos habitaciones en Siesta, por el que le piden mensualidades de 1.500 euros, con tres meses de fianza y un año por adelantado; es decir, más de 20.000 euros al contado. ¿Cómo puede un trabajador o una empresa de pequeño tamaño afrontar semejante disparate?

Estas condiciones leoninas son cada vez más habituales e imposibles de afrontar también para los residentes fijos. Durante este proceso de búsqueda, se ha encontrado además con una sucesión de intermediarios que se llevan una mensualidad como beneficio, lo que aún encarece más los precios.

La situación genera dos graves consecuencias. La primera es que, pese a que hay muchos profesionales interesados en venir a trabajar a la isla, al final sólo desembarca gente joven y a menudo inexperta; la única dispuesta a compartir piso con cinco o seis personas. Los mejor cualificados quieren traer a sus familias y renuncian en cuanto descubren que tendrían que pasar la temporada como en un campamento de escolares. La segunda secuela es la micro segmentación del mercado. Más que con viviendas ahora se comercia con habitaciones e incluso camas, por las que se llegan a pedir 500 euros. Muchos trabajadores han acabado convirtiéndose en subarrendatarios de dormitorios para poder afrontar el alquiler.

Esta burbuja, sin lugar a dudas, constituye el problema social más grave que afrontan las instituciones pitiusas y es tremendamente difícil de solucionar. Los remedios mágicos no existen, pero lo más inteligente sería comenzar por reducir a la mínima expresión la economía sumergida vinculada al fenómeno. Para ello, deberían incrementarse las sanciones contra la oferta ilegal y crear un cuerpo de inspectores que actuara con contundencia frente a las denuncias de los afectados. Un equipo que además identificara infractores de manera proactiva y que se financiara con las propias penalizaciones.

Por otra parte, habría que incentivar los alquileres anuales con más beneficios fiscales y crear una oficina pública de intermediación que ofrezca la posibilidad de gestionar las viviendas, asegurar los cobros a los propietarios y garantizar el cuidado de los inmuebles. La situación es insostenible y la búsqueda de soluciones efectivas no puede dilatarse por más tiempo.