En ocasiones parece que los ibicencos experimentamos el mismo asedio que la aldea de Astérix, aunque sin poción mágica con la que arrasar de vez en cuando a unas cuantas legiones romanas. Desde hace un lustro, la isla irradia idéntico magnetismo que la California de mediados del siglo XIX -la de la fiebre del oro-. Somos la tierra prometida, un lunar incandescente en el mapamundi que escrutan multinacionales, fondos de inversión, especuladores y tiburones de toda ralea.

El crecimiento exponencial que experimenta nuestra economía nos ha permitido navegar por un mar en calma mientras el resto zozobraba a causa de la tempestad. Nuestros negocios turísticos, a diferencia de la competencia, crecen año tras año y la isla ha iniciado un irreversible proceso de sustitución del turista que nos frecuenta. La clase media europea va cediendo su sitio a una horda mundial de nuevos ricos, que lo mismo atracan en Ibiza que aterrizan en Miami o Dubai. Invierten mucho más efectivo en sus juergas, pero el beneficio económico que generan es inversamente proporcional a su interés por los valores culturales y patrimoniales. En pocas palabras, es un turismo más de sushi, champagne y música electrónica, que de bullit de peix, hierbas ibicencas y ball pagès.

Los chalets y alojamientos que se erigen en la isla ya no lucen muros de piedra, fachadas encaladas y porches cubiertos de madera, a imitación de las tradicionales casas payesas. Muy al contrario, exhiben grandes ventanales y estructuras a base de acero y hormigón. No se diferencian en nada de las construcciones que llenan las urbanizaciones elitistas de las grandes urbes. Aunque aún mantenemos nuestras esencias, experimentamos un proceso de globalización que va degradando poco a poco la idiosincrasia de la isla; la misma que hizo de Ibiza un lugar único en el mundo.

Pero la pérdida de identidad cultural vinculada a la imagen turística no es la única consecuencia que debemos afrontar. Esta atmósfera especulativa que nos envuelve como niebla densa constituye un peligroso lastre para el bolsillo de muchos pitiusos. La vivienda, por ejemplo, se está encareciendo hasta extremos inverosímiles. Ya no constituye un bien de primera necesidad sino un artículo de lujo. Numerosos isleños, en paralelo, se deshacen de sus propiedades y negocios, vendiéndoselos a inversores foráneos. Los intercambian por cheques tan abultados que arreglarán la vida a varias generaciones. La gran mayoría, sin embargo, no disfruta de la misma suerte y debe subsistir en condiciones mileuristas en una economía de potentados. Las diferencias se acrecientan cada vez más.

Los magnates nos escrutan con la mirada del Tío Gilito, esa cuyas pupilas únicamente reflejan fajos de billetes. Una coyuntura que provoca casos de mimetismo tan insólitos como el de la Autoridad Portuaria, que quiere convertir el puerto en un centro comercial en lugar de una plaza popular. Y hablamos de una entidad pública que, supuestamente, debería velar por el bien común. ¿Qué decir de las multinacionales? La semana pasada volvimos a encontrarnos en la prensa las disparatadas tarifas que aplican las compañías aéreas en puentes y fechas señaladas, cuando nuestros estudiantes planean regresar a casa o decidimos visitar a los familiares que tenemos en la península. Constituyen un abuso de tal calibre que un empleado con un sueldo medio necesitaría prácticamente la nómina de un mes para costearse un viaje con su familia. Hablamos de pagar, por una ida y vuelta a Madrid o Barcelona, una familia con dos niños, cantidades que oscilan en torno a los 1.000 ó 1.500 euros, descuento de residente incluido.

El presidente del Consell, Vicent Serra, calificaba estas tarifas de «usura». La consellera de Turismo, Carmen Ferrer, las analizaba en las dos direcciones, recordaba que en las Pitiüses somos «cautivos de la insularidad y de las compañías» y apostillaba que el Govern balear exigirá al Observatorio de Precios un mayor control sobre estos abusos. Mientras, las compañías aéreas se escudan en la ley de la oferta y la demanda y la ministra de Fomento responde que no puede hacer nada al respecto.

Estamos ante un problema que, si las instituciones locales y autonómicas no afrontan con mucha más intensidad, incluso con tozudez extrema, derivará en un empobrecimiento de la calidad de vida de los ciudadanos todavía más exagerado. Si las tarifas de la luz están reguladas por el interés público, lo mismo debería pasar con los vuelos interinsulares y con la península.

Tal vez sea momento de crear una institución cuya única función sea reducir los efectos de la insularidad; un equipo que vigile los precios de las cosas, los compare con los que se aplican en otros lugares y dote a nuestras instituciones de artillería pesada para reclamar, legislar y ordenar en contra del abuso. Tenemos más transportes, servicios y oferta comercial que nunca, pero cada vez estamos más aislados económicamente.