Sería poco más tarde de medianoche cuando, a finales del pasado verano, al abandonar las fiestas de Sant Agustí, me encontré con un control de de la Guardia Civil de Tráfico a la salida del pueblo. Desconozco si los agentes ponían a los conductores a soplar por el alcoholímetro, se limitaban a revisar los papeles del coche o ambas cosas, porque cuando ya me disponía estacionar me ordenaron que siguiera mi camino.

Recuerdo sentir cierta indignación. Este verano, por asuntos diversos, pasé muchas noches conduciendo de una punta a otra de Ibiza. Sin embargo, el de Sant Agustí era el primer control policial con que me topaba.

«Mira que venir a pillar a los vecinos en sus fiestas patronales, con la que está cayendo en el resto de Ibiza», pensé en aquel momento. Al día siguiente, en la plaza, pude comprobar que el asunto era la comidilla de las fiestas y la mayoría se expresaba en los mismos términos.

El caso es que aquel control fue un adelanto de lo que nos está deparando este otoño: una sucesión de vigilancias policiales todos los fines de semana, a la caza de ciudadanos descuidados con los trámites burocráticos que exige la conducción o que circulan bajo los efectos del alcohol.

Se trata de una cuestión peliaguda porque, sin controles policiales, volveríamos al panorama de hace 20 ó 30 años, cuando muchos ibicencos circulaban sin carnet o haciendo eses. Hay vidas en juego y es imprescindible obligar al ciudadano a que se comporte; algo que en determinados casos solo se consigue amedrentándole, y a veces ni por esas. De hecho, raro es el pueblo donde no hay un par de infatigables bebedores que aún andan de bar en bar, en coche o a lomos de una vieja Mobylette.

El asunto no merecería más comentarios, si no fuera por el agravio comparativo que muchos ciudadanos percibimos de una forma cada vez más descarada.

Nadie proporciona datos al respecto, pero la realidad es que esta vigilancia constante al residente en su tiempo de ocio, en contraste con el libertinaje que se vive en las zonas turísticas en verano, canta la Traviata. La ausencia de controles de tráfico, más allá de la mera presencia de agentes que no intervienen salvo conflicto o accidente, es la tónica habitual en las rutas de bares y en el entorno de las discotecas. Además de verlo, me lo transmiten constantemente amigos y conocidos, muchos de los cuales trabajan en estas zonas. La polémica está en la calle.

Resulta inexplicable que la Guardia Civil o las policías locales no establezcan vigilancias de forma constante a la salida de los aparcamientos de las discotecas, donde estacionan cientos de vehículos todas las noches y cuyos conductores, en buena parte, romperían el alcoholímetro al primer soplido.

Hasta es probable que alguno hiciese como aquel borracho protagonista de un exitoso video de Internet, que trataba de beber del alcoholímetro como si fuera una petaca, mientras los agentes de tráfico se mondaban de risa. Esta política viene a ser lo mismo que combatir la trata de blancas haciendo redadas en los conventos mientras se pasa de largo por los burdeles.

¿Alguien obliga a los agentes de tráfico a mantener un perfil bajo en determinados entornos de ocio? ¿Semejante contraste con la hiperactividad invernal surge a iniciativa de los policías? ¿Hasta qué punto intervienen intereses políticos y empresariales en este fenómeno? ¿Nos utilizan a los residentes para equilibrar los objetivos que imponen las estadísticas oficiales?

Imagino que nunca tendremos respuestas creíbles a todas estas cuestiones. Sin embargo, tanto policías como gobernantes deben tener una cosa clara: los ibicencos no somos imbéciles. Nos damos perfecta cuenta de los agravios comparativos y cada vez estamos más hartos de que se produzcan. Nos hacen sentir extranjeros en nuestra propia tierra y contribuyen a un mayor desafecto hacia las fuerzas del orden y hacia aquellos que las gobiernan.