En una de las pocas mañanas espléndidas del pasado febrero, acomodé a mi perro en el coche, aseguré su cinturón de seguridad, controlé que contase con la ventilación necesaria y nos encaminamos hacia un 'hotel canino', donde debía alojarlo un día por razones de fuerza mayor. Nos despedimos rápido, me quedé con el mal cuerpo habitual en estos casos, pero me consoló ver a Brel saltando y jugando con otros perros, en la buena compañía de sus iguales. A la vuelta, me detuve un rato ante el paisaje. Soplaba nordeste. Entonces lo pensé: si a mí me daba cien patadas separarme solo veinticuatro horas de mi amigo, aun dejándolo en expertas y cariñosas manos, ¿de qué materia vil, abyecta, miserable están hechos quienes abandonan a sus perros para siempre, soltándolos en descampados o carreteras al horror de la definitiva ausencia del amo, primero, y a una muerte atroz y segura más tarde?

Unos 100.000 perros son abandonados cada año en España por quien más debería cuidarlos. Unos 300 al día. Estamos a la cabeza de la UE.

Un perro y su dueño firman un pacto, con la mirada y la costumbre, una vez que se van a vivir juntos. Brel, por ejemplo, sabe que voy a velar por su salud, a darle cobijo, alimentarlo, ejercitarlo, jugar con él, ayudarlo en su aprendizaje. Fue mi libre elección. Me privo de otros lujos por ello. Así lo quise. A cambio, me da mimos y compañía, acude cuando lo llamo, me presta tiempo y atención, se pone como unas pascuas cuando llego a casa, me trae sus juguetes si me ve mohíno o alegre, me da suaves mordiscos de ánimo en las manos (bueno, también en las orejas, lo confieso) cuando barrunta tristeza, me obliga (por mi bien) a caminar una hora a diario, me interrumpe con decisión para que descanse si nota que prolongo demasiado alguna actividad pesada, soporta estoico en un rincón discreto mis estúpidos enfados, le da igual si soy rico o pobre, alto o bajo, guapo o feo, gordo o flaco. Aquí está, cumpliendo su parte.

¿Qué cuajo se necesita para condenarlo a una muerte brutal y prematura? ¿A qué ralea infame pertenece quien lo suelta al aire de la muerte por atropello o hambre? ¿Cómo se podrá dormir, siquiera una noche, tras haberlo hecho? ¿Cómo charlar despreocupado con los amigos a la vuelta del crimen? Pues muy fácil. Amputando de uno mismo todo vínculo afectivo. Arrancando del alma cualquier identificación con el estado de ánimo ajeno. Objetualizando al perro hasta privarlo de su condición de ser vivo susceptible de sentir dolor, ternura, angustia o cariño.

Equiparándolo a una bolsa de basura o al papel higiénico. Despreciando cualquier asomo de empatía. Es decir, convirtiéndose uno en un psicópata. Estas son las instrucciones que el aprendiz de monstruo debería seguir: abjurar de lo sano de su condición humana para, peldaño a peldaño, ir bajando al infierno de la sinrazón y la barbarie, al infierno de los perversos, de los sádicos.

Mientras usted acaba de leer este artículo, un perro ha sido abandonado en España. Atrocidades mayores se han cometido en estos cuatro minutos, lo sé. Pero mucho ojo: estoy seguro de que quienes las perpetran son los mismos que, por mucho que aparenten lo contrario, no dudarían un instante en arrojar a un perro a una espantosa muerte o a matarlo con sus propias manos. Porque la maldad es una, sale siempre del mismo infecto pozo que pudre la mente, de la sentina donde chapotean la infamia y la degradación. Mucho ojo con quien abandona a un perro y sabe que así lo condena a muerte. Es un tipo malo, un psicópata de libro, alguien que ha elegido separarse de la humanidad. Es capaz de cualquier cosa. Apártense de él como del apestado que es.