El anteproyecto de reforma de la legislación del aborto presentado por el Gobierno el pasado mes de diciembre a propuesta del ministro de Justicia, don Alberto Ruiz Gallardón, abre en la sociedad española un debate que parecía definitivamente cerrado y en el que se contraponen, de un lado, los derechos reproductivos de la mujer (concepto acuñado en la conferencia de Teherán de 1968 auspiciada por la Organización Mundial de la Salud) y, de otro lado, la protección de la vida del concebido. Esta expresión, «protección de la vida del concebido», se recoge literalmente en el título del referido anteproyecto que, sin embargo y llamativamente, omite hablar de los derechos del concebido. La razón de la falta de toda referencia expresa a los pretendidos derechos del concebido se encuentra en la sentencia del Tribunal Constitucional de 11 de abril de 1985 (dictada en el recurso interpuesto contra el proyecto de reforma del Código Penal de 1983) que rechazó las argumentaciones formuladas por los recurrentes, afirmando que las mismas «no pueden estimarse para fundamentar la tesis de que al nasciturus le corresponda la titularidad del derecho a la vida», aun reconociendo que se trata de un valor constitucionalmente protegido.

Es indiscutible que la vida humana es un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, pero ninguna norma determina cuándo empieza aquélla; este silencio normativo es completamente lógico pues no corresponde al Derecho la definición de hechos naturales, sino la determinación de las consecuencias jurídicas que derivan de los mismos, esencialmente y en esta materia, la determinación del momento a partir del cual existe un sujeto de derecho, una persona en sentido técnico-jurídico, en suma un ser susceptible de ser distinto de la madre gestante titular de derechos y obligaciones.

Los colectivos ´pro-vida´ (expresión desafortunada y que, en un claro abuso del lenguaje, implica la calificación de ´anti-vida´ para cualquiera que no comparta sus ideas), partiendo de que el principio de la vida humana se sitúa en la concepción, defienden que el cigoto es una persona y que esa vida es, tanto ética como biológicamente, idéntica a la del ser humano plenamente formado. Argumentan que esa célula, resultante de la fusión del gameto masculino y femenino, es portadora de un ADN que le atribuye identidad en cuanto código genético diferencial y que a partir de ahí existe un individuo con inquebrantable continuidad biográfica hasta el momento de la muerte, que es portador, desde una perspectiva axiológica, de un valor absoluto. Ocurre que no todas las afirmaciones que anteceden son aceptables.

Que la vida humana no es un valor absoluto lo prueba la universal admisibilidad de excepciones, como la legítima defensa o el estado de necesidad. Tampoco la individualidad ínsita en el concepto de persona casa con la posibilidad de bipartición embrionaria que da lugar a la formación de gemelos monocigóticos. Y aquel pretendido carácter inquebrantable de la continuidad biográfica desde la fecundación, se desvanece con las técnicas de criopreservación de embriones, que permiten dejar en suspenso esa continuidad durante años, algo impensable técnicamente respecto de un ser humano totalmente formado, poniendo así de relieve que la vida embrionaria, en términos estrictamente biológicos, no es idéntica a la del ser humano una vez formado.

¿Y el ADN? ¿Es suficiente un criterio meramente pro-especie -la existencia de células humanas vivas- para reconocer la personalidad? Inigualado método de almacenamiento de información, el ADN es una macromolécula presente en todas las células de los seres vivos que contiene instrucciones genéticas usadas para el desarrollo y funcionamiento de aquéllos y codifica genéticamente lo que somos, pero no es lo que define lo que somos y ni el odio, el amor, la paz, la guerra, el arte, el Derecho, el fuego o el papel€ ninguna de las grandezas ni de las miserias del ser humano, nada de lo que nos hace realmente humanos, se encuentra en el ADN. Y si no es el ADN, ¿qué es entonces lo que nos distingue como humanos y nos diferencia de los restantes seres vivos? Sin duda es nuestro elevado -que no exclusivo- nivel de autoconciencia, producto de nuestra actividad cerebral y de hecho (y de derecho, según el real decreto 1723/2012, de 18 de diciembre, sobre trasplantes) el cese irreversible de la actividad cerebral determina el fin de la vida humana. Una vez diagnosticada la muerte encefálica, la desconexión de los instrumentos de soporte vital es un acto totalmente legal y neutro desde un punto moral; las células que componen ese cuerpo conectado a un respirador artificial contienen ADN vivo, obviamente humano, pero eso no es suficiente para reconocer en ese cuerpo la dignidad de un ser humano. Solo mientras aquella actividad cerebral subsista existirá un sujeto de derecho, un ser con personalidad, con capacidad jurídica, independientemente de su capacidad (posibilidad concreta) de obrar que, en su caso, ejercerán sus representantes legales.

Esa trascendencia de la actividad cerebral para determinar la muerte del sujeto y su desaparición como ente dotado de dignidad humana ha de tener relevancia a la hora de determinar también el principio de la misma. Esta idea tiene perfecto acomodo en el artículo 30 de nuestro Código Civil, en el que se establece que «la personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno»; según esta norma, es imprescindible el nacimiento con vida y ésta exige, necesariamente, actividad cerebral, de lo contrario el diagnóstico será de muerte encefálica, según el real decreto 1723/2012 antes citado. De esta forma, una vez producida la fecundación e iniciado el desarrollo embrionario, si este no llega a producir un feto con actividad cerebral jamás llegaría a haber «vida humana» en el sentido al que se refieren las normas citadas, siendo los casos más claros el del embrión acéfalo (literalmente, sin cabeza y unido a otro gemelo intacto) y los de los fetos con anencefalia extrema (ausencia total de los hemisferios cerebrales y de los tejidos craneales que los encierran, aun con presencia de tronco encefálico).

Ha de concluirse, pues, que la dignidad humana va ligada a la actividad del órgano que nos atribuye autoconciencia e identidad, a la actividad cerebral, y ésta, entendida en sentido estricto, no como mera actividad eléctrica presente en toda célula viva, con toda seguridad no aparece antes de la semana catorce del embarazo que contempla la actual ley de plazos. Solo viendo en el ADN humano el brillo de un barniz dado por la divinidad puede aceptarse que el embrión o el feto sin actividad cerebral es equiparable en dignidad al ser humano, pero eso exige un salto intelectual al vacío que no es exigible a los que no vamos pertrechados del paracaídas de la fe religiosa.