Estos días he estado leyendo mucho sobre un personaje político olvidado, el líder socialista francés Jean Jaurès, que fue asesinado a tiros en un café de Montmartre el 31 de julio de 1914, cuatro días antes de que empezase la Gran Guerra. Supongo que para mucha gente, incluso de la izquierda más ilustrada, Jean Jaurès es un nombre tan apolillado como los velocípedos conducidos por un sportsman con bombín o como los viejos cuplés de Raquel Meller. En Francia no corre una suerte mejor, y su nombre tan solo se asocia con las avenidas o las estaciones de tren -por lo general modestas- que llevan su nombre. En París hay al menos una estación de metro que le ha sido dedicada, Jaurès, pero muy poca gente es capaz de recordar qué hizo o qué dijo Jaurès durante su larga carrera política.

Y eso es incomprensible, porque Jaurès es uno de los escasos políticos de la izquierda cuyo mensaje sigue igual de vivo ahora que hace un siglo, cuando tenía que defenderlo con sus artículos de prensa o sus discursos, que por cierto estaban muy bien escritos. Y lo más importante de todo es que Jaurès fue un auténtico internacionalista que se opuso a toda clase de nacionalismos y que siempre pensó en una patria común para todos los obreros de Europa (y en esto se parecía a Stefan Zweig, que siempre pensó que nuestra única nacionalidad posible era la de europeos).

En el verano de 1914, tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, cuando las muchedumbres de media Europa se manifestaban pidiendo una guerra que todo el mundo pensaba que iba a ganar en dos semanas, solo Jaurès se opuso al histerismo patriotero. Solo Jaurès dijo que la clase obrera de Europa no tenía nada que ganar y sí todo que perder si se embarcaba en una guerra. Y solo Jaurès se atrevió a decir que una guerra a gran escala significaría una carnicería que al final no iba a beneficiar a nadie, salvo a los fabricantes de armas y a los sinvergüenzas que se aprovechaban de la retórica patriotera.

El día de su asesinato, Jaurès había pedido una audiencia con el presidente de la República Francesa para pedirle que revocara la orden de movilización general. El presidente se negó a recibirle, y en su lugar Jaurès se entrevistó con un oscuro subsecretario que le dijo que estaba loco si seguía oponiéndose a una guerra que Francia iba a ganar con toda seguridad en menos de un mes. Y ese mismo día, en el Café du Croissant, cuando Jaurès estaba cenando después de cerrar la edición de su periódico, ´L´Humanité´, un exaltado de la extrema derecha le pegó dos tiros a través de una cristalera abierta. Cuatro días después, el cuatro de agosto de 1914, empezaba la Gran Guerra, que duró cuatro largos años y dejó miles y miles de víctimas.

Yo conocí a Jaurès por una canción que Jacques Brel le dedicó y que fue una de las últimas que compuso, cuando ya estaba muy enfermo, y que para mí es la mejor canción de Jacques Brel, lo que no es poco decir. Mejor, incluso, que ´Ne me quitte pas´ o que ´Amsterdam´ o que cualquier otra de las suyas. Pero como tampoco estoy muy seguro de que la gente escuche a Brel, y menos al último Brel que compuso ´Jaurès´, me gusta evocar la figura de este político socialista que se negaba a bailar al son que marcaban los patrioteros y los chauvinistas, sobre todo ahora que la izquierda se ha embarcado en su cruzada nacionalista y no hay izquierdista que no sea a la vez independentista e identitario, ni salga disfrazado de leñador o de casteller, ni se abrace enfervorizado al abad de Montserrat o al presidente del Fútbol Club Barcelona.

El asesino de Jaurès era un joven de la extrema derecha -Raoul Villain-que fue absuelto por el tribunal que lo juzgó y que acabó viviendo en Ibiza, a donde llegó en 1932 y donde se construyó una casa en la Cala de Sant Vicent. Allí llevó una existencia tranquila, hasta que una mañana de septiembre de 1936 un destacamento de milicianos de la expedición del capitán Bayo desembarcó en la cala. Lo que ocurrió después no está claro, porque es muy dudoso que aquellos milicianos supieran quién era Villain, pero el caso es que aquella misma tarde Raoul Villain estaba tirado en la playa con un tiro en la espalda. ¿Fue una venganza? Es probable que no, pero está claro que el destino tuvo que moverse en un vertiginoso zigzag hasta atrapar a Villain en la Cala de Sant Vicent. Y eso que Jaurès, estoy seguro, no habría aprobado que nadie derramase sangre en su nombre.