Que hace ya unos catorce años: el tiempo en que nuestra relación comenzó a intensificarse. Éramos vecinos desde hacía muchos años.

Habitábamos el mismo y profundo valle. Como también le decía yo a otro pintor vecino, Eduard Micus, ellos habitaban en lo más elevado. Yo en lo más hondo del mismo. Mi amistad con Cis la intensificó, por supuesto, el arte, pero también el dolor. En su caso, el de su enfermedad, que avanzaba lenta, pero irremediable. En el mío, el de la enfermedad y posterior muerte de mis padres, que fue la razón profunda que nos empujó a dejar la isla temporalmente, nunca definitivamente. Había en él un antiguo y muy arraigado amor a la isla, como señaló poquísimos días antes de su muerte en una entrevista, llena de signos y vaticinios, concedida a Pep Ribas en Diario de Ibiza.

Fue el tiempo en el que los teléfonos comenzaron a dejar de sonar, pero en que también se consolidaron amistades y hubo aquel momento, para mí culminante, en que, ya muy avanzada su enfermedad, Cis vino en su silla de ruedas -carretera de Cala Llonga abajo, con gran peligro-, hasta nuestra casa. María José nos hizo unas fotografías y luego regresamos por el viejo camino de tierra, iniciamos los tres la dura ascensión hacia su puig, sin dejar de visitar antes a Margarita de Can Pujolet, otra de nuestras vecinas, la que guarda todos los secretos del valle y de las personas que lo habitaron a lo largo de, al menos, cuarenta años.

A los dos nos movía un antiguo proyecto: el de que palabra y arte, poesía y pintura se pusieran a dialogar. Reconozco que eran tiempos en los que, como a él, me faltaban las fuerzas, las palabras, me invadía el desánimo; pero hubo un día en que surgieron repentinamente catorce poemas, aquellos ´Catorce retratos de mujer´ que puse en las manos, aún vigorosas, de Cis; aquellas manos que a partir de entonces se iban a debilitar cada vez más, hasta el punto de necesitar ayuda para pintar, pues apenas podían sostener sus pinceles.

Pero él poseía una gran voluntad. Una voluntad poderosa y ejemplar, como yo pocas veces, he visto. (Todavía en estos últimos años salía a navegar.) Y de aquellos poemas, uno a uno, fueron brotando sus catorce cuadros, sus catorce interpretaciones. No es fácil la tarea de acompañar un arte con otro, pero últimamente han sido tres personas muy unidas a la isla, Lina Tur Bonet, Roig-Francolí y Cis Lenaerts, los que han puesto música y pintura a mis poemas. Cis buscó para este difícil y sensible empeño los caminos de la simbología. Una interpretación artística de un poema nunca es un retrato, sino captar con formas y colores levísimos, como él quería, el espíritu del texto. Lo logró y con creces.

Ahora los ibicencos y los amigos de la isla, podrán disfrutar durante un año en Can Botino de estas obras que solo a él le pertenecen; porque de él fue la idea inicial, la pasión diaria puesta en el proyecto, la meditación y la interpretación minuciosa de cada verso. Y pasará la exposición, pero nos quedará la edición preciosa que H. Jenninger ha hecho de pinturas y poemas, la que presentamos el año pasado en el Museo de Arte Contemporáneo. Es, espero, el arte que no va a pasar, el testimonio de la vida de una persona que, no habiendo nacido en la isla, la amó mucho, y a través de dos medios en los que fue maestro: la arquitectura y el arte.

Pero también a través de otros caminos, como los de los afectos y la familia. Aquí quiero dejar por ello el nombre de Matilde Valdés, su mujer.

Una vida, como la de él, voluntariosa, sensible y ejemplar hasta el final. Descansa en paz, Cis, en la paz de tu jardín, contemplando siempre la mar y el valle, la isla que tanto amaste.