Si este hombre no existiera, por el bien de Ibiza habría que inventarlo», se pudo leer en un Diario de Ibiza de época anterior sobre el personaje que, antes como ahora, llevó siempre la polémica atada a sus actuaciones. Generador de adhesiones y enemigas, se diría que la ambición es el rasgo perenne en su trayectoria, que jamás cede al adversario un palmo de terreno y, oigo decir, que es buena persona mientras no haya dinero por medio.

Nadie en la isla duda de que siempre reaparece ni de que posee lo que Thackeray llama «el don fundamental de los grandes hombres»: el éxito. Y como podemos leer en el Diario de la época actual, donde está Abel los otros están ´además´. La adquisición insaciable de bienes por el puro afán de adquirir, la avaricia con que se le asocia, no le es exclusiva, pues el maná del turismo y la poderosa tendencia humana a la rapacidad ha contagiado a muchos en la isla. Creen por error que la avaricia es solo un pecado contra el que predican los frailes, cuando es una autoridad antigua y venerable quien la rechaza porque ve el amor al dinero en la raíz del mal y porque tiene como socios seguros la corrupción y la servidumbre: es la tradición griega y romana quien muestra en las leyendas de Midas, Creso y Erisichton la esterilidad y violencia de la pasión del dinero. Y es Aristóteles quien imagina el interés compuesto como un alumbramiento monstruoso al tiempo que incluye en su lista de avariciosos a proxenetas, usureros, especuladores, jugadores, ladrones de guante blanco y salteadores; y no por prejuicios, sino en base al razonable supuesto de que la única cosa intrínsecamente valiosa en el mundo es una vida humana buena. El dinero, y los bienes que puede comprar, tienen valor solo en cuanto conducen a esa vida buena, nunca a lo que el filósofo llama ´pleonexia´, el insaciable deseo de atesorar más. Horacio recuerda en sus Sátiras contra los avariciosos a personajes muy actuales entre nosotros: «Ni el calor sofocante, ni el invierno, el fuego, el mar, ni la espada, pueden distraerte de las ganancias, y nada te detiene hasta que no haya nadie más rico que tú».

Fue la Ilustración quien vació la actividad económica de su contenido ético y la dejó moralmente indiferente al juzgar los hechos económicos como buenos o malos en virtud de su utilidad. Salvadas las cortapisas legales, la creación de riqueza pasó a ser una actividad inocua o incluso benigna, lo que permitió a Adam Smith recalificar la avaricia como «interés» y a la economía ser indiferente a la avaricia o a cualquier término que designe los actos según su bondad o maldad. Más cercano en el tiempo, Tolstoi nos dejó una parábola, ´Cuánta tierra necesita un hombre´, sobre la adquisición insaciable por el puro afán de adquirir, el problema metafísico del conquistador por la conquista misma que es incapaz de parar. Un campesino ruso rico quiere comprar la fértil tierra cultivable de una tribu, pero los ancianos de la tribu no se la venden: le dicen que puede quedarse gratis el área que sea capaz de circunscribir en una jornada a pie. Al principio el hombre calcula sagazmente su parte, conociendo sus límites para un día de marcha. Pero mientras camina, la tentación de más tierra se le hace irresistible, no puede refrenarse de tomar más y más y camina más y más lejos hasta que al atardecer llega jadeante y exhausto al punto de origen donde esperan los ancianos de la tribu y cae muerto. Los ancianos de la tribu ríen y cavan una fosa: esa es la cuantía de tierra que un hombre necesita.