A dos articulistas del Diario, uno habitual y el otro esporádico (Diario de Ibiza 21 y 22 de junio), molestan las posturas de la Iglesia en cuestiones que afectan a la vida y defienden que los poderes del Estado definan leyes del aborto sin que luego nos quede a los ciudadanos más que acatarlas y obedecerlas. Reducir el papel de la jerarquía eclesiástica a «llamar a su grey y predicar en sus iglesias» es una vieja aspiración del laicismo que confunde la separación de Iglesia y Estado con la desaparición de la Iglesia de la vida pública. Ha fracasado repetidamente porque esa jerarquía se siente en el deber, y tiene derecho en un país democrático, de transmitir a la sociedad valores que no considera exclusivos sino propios de todo el género humano. Entre ellos, dicho en negativo, el de no matar. En esto se asombraría alguno de la coincidencia que muestran «musulmanes, hindúes, agnósticos, ateos, o budistas». No pretendo que un consenso sea prueba de la validez del argumento. Su validez no se puede deducir, y dice Lewis que a los que no perciben su racionalidad ni siquiera un consenso universal se la podría probar. Civilizaciones independientes, no sólo la cristiana, han consagrado el no matar: el libro de los muertos del antiguo egipto, el Éxodo judío, el Volospá escandinavo, los himnos de Samas babilónicos, los Analectos de Confucio, Locke, Epicteto, y muchos otros.

La aspiración a silenciar a la Iglesia sólo triunfa en regímenes totalitarios, siempre a base de sangre, y en esos casos tampoco la dejan ya predicar en sus iglesias ni tener grey. Aunque la Iglesia ha demostrado una inexplicable, muchas veces heroica, capacidad de hablar en las peores circunstancias y de resurgir en cuanto las dictaduras pasaron al basurero de la historia. Y ha contribuido decisivamente a la caída de algunas muy poderosas recientemente. No es saludable para una sociedad callar a nadie, ni siquiera a los que pretenden hacer callar a los demás, o quizás hay que animar especialmente a estos a que hablen porque es la mejor manera de ver lo que nos anuncian. Suelen comenzar sus propuestas –y en los dos casos que cito no han fallado– por hacer la salvedad de su exquisito respeto a la diversidad de opiniones, antes de pasar a que lo que dice el contrario no son opiniones sino cosa indecente, ofensiva e indigna de publicarse en el Diario. Se les agota la tolerancia ante la contradicción y acuden entonces, y tampoco fallan esta vez, a la descalificación personal y moral del adversario, si no pueden por sus propios actos, por los de terceros.

Que los poderes del Estado sean omnímodos en dirigir la actuación de los ciudadanos y excluyan la objeción a leyes que afectan a la vida humana es una proposición querida al Estado totalitario. Basta mirar al siglo pasado para sentir resquemor ante esa postura. Proponer que científicos y juristas definan lo aceptable sobre el aborto y la vida equivale a obviar el problema, porque sigue siendo un llamativo hecho que no existe evidencia científica de que lo que se mata no es humano. Condorcet ya propuso ese imposible de una ética científica, y consiguió acelerar el advenimiento del Terror y que le aplicaran su propia medicina. La propuesta de que el obispo modere su mensaje y no hable del «abominable crimen del aborto» exige cambiar los textos del Concilio Vaticano II y renunciar a una visión de la vida humana de más de dos mil años, cosa que la Iglesia no hace por definición; lo suyo es proponer verdades y valores inmutables que no dependen de juristas, científicos, ni políticos. Ni de articulistas.