Opinión

Liechtenstein y los países pequeñitos (Agustín JIMÉNEZ)

Hay quien afirma que Liechtenstein existe y, de hecho, está confirmado que numerosos alemanes, empezando por el director general de Correos, han estado allí para esconder dinero turbio en alguna caja. Efectivamente, hay paneles de Liechtenstein en las carreteras suizas. Suiza, que más que un verdadero un país es una suma de países pequeñitos, Suiza en cuyas autopistas, a la entrada, lo primero que se ve es un propio que cobra la entrada, es el modelo de esos enclaves europeos de función histórica desconocida donde el dinero no tiene reglas y donde algún segundón de casa real dirige un conglomerado feudal: Mónaco y Liechtenstein son los más famosos.

En realidad, la imagen de benevolencia democrática que proyectan apeaderos geográficos como Mónaco, Liechtenstein o Luxemburgo, en plan más laico Andorra y Gibraltar y, a lo grande, la Confederación Helvética, son un símbolo descarnado de la organización política, un concentrado basto de los jugos gástricos del Planeta. ¿No les gustaría a los magnates de otros países poder ocuparse en exclusiva del dinero, empezando por el suyo propio, y, sólo si hay tiempo, del prestigio, que da menos de comer? Para ser rico no se precisa ninguna cualidad aparente, como demostró en una televisión española el candidato Pizarro, que nada en la opulencia tras haberse aplicado la máxima. Candidatos así economizan mucho. Viéndolos, uno se convence de que estudiar es una pérdida de tiempo.

Después de él, dos sonados candidatos han dado la lata en las televisiones españolas sin necesidad de aportar mensajes espirituales y sin superar en carga moral a dos supermercados contiguos en porfía comercial. En plan cutre, como corresponde a las modernas empresas de un país que ha pasado mucha hambre, los dos se presentaron como opositores a una única vacante, el de derechas con un lema del partido socialista portugués (se copian apuntes de donde sea), el de izquierdas como un vampiro sufridor y estreñido («con todas tus fuerzas»).

Ninguno de los dos escuchó al contrincante porque lo importante era largar la lección a un entrevistador enfundado en un horrible traje a rayas, que representaba, claro está, a los espectadores. Pero lo realmente bananero vino después de la entrevista. Cada candidato se reunió con los suyos, que lo agarimaron y que organizaron ruedas de prensa para proclamar que habían ganado sin discusión. Dos candidatos a presidir un reino de mentecatos. Los dos presumen de pertenecer a un gran país, pero, francamente, para lo que contaron y para la gente que los aplaudió, hubiera dado igual que fueran de Liechtenstein.

Tracking Pixel Contents