Opinión

Evaluación y cosificación (Juan Carlos REGO)

Vivimos un tiempo de tiranía evaluadora. Los métodos que han servido para la optimización de servicios y costes en el campo de la industria se han extrapolado a las instituciones; comprobamos de esta forma que en la planificación de la sanidad, de la justicia, de la educación, de los servicios sociales, de la atención a la tercera edad se ha optado por criterios de tipo empresarial, y los sujetos que dependen de estas prestaciones han pasado a ser elementos variables de una estructura donde el cálculo y la evaluación son el objetivo primordial a la hora de atender sus demandas y necesidades: lo que no es rentable es desechado de manera sistemática. Para los habitantes de esta isla no es desconocido el calvario por el que pasa la sanidad; la precariedad de algunos de los servicios por falta de personal o de presupuesto es un reto al que se enfrentan diariamente los profesionales del área, y la falta de camas o las listas de espera son la cruz que tienen que soportar los sufridos usuarios.

Pero, pese a que este puede ser un ejemplo notorio para cualquier ciudadano de a pie, quisiera referirme a uno de los campos donde esta fiebre cuantificadora y evaluadora puede tener consecuencias más devastadoras. Se trata del ámbito de la enseñanza, concretamente de la enseñanza universitaria, de la cual hace unos años vienen disfrutando los jóvenes pitiusos. Sin restar mérito al esfuerzo que supone mantener una sede de la UIB en nuestras islas (Ibiza y Formentera), comprobamos que en base a esos criterios de rentabilidad una parte de los módulos que componen el currículum de las diplomaturas son impartidos a través de videoconferencias, lo cual supone la ausencia física del docente, y consecuentemente, una dificultad añadida para los alumnos que reciben la enseñanza en un plano estrictamente virtual. Si bien es cierto que buena parte de esos profesores imparten seminarios presenciales periódicamente, dando de esta forma oportunidad al estudiante para que haga consultas sobre sus dudas, y permitiendo a la vez que el responsable tenga un mínimo conocimiento de los alumnos, los hay que no aparecen en ningún momento del desarrollo del módulo.

Uno se pregunta a partir de qué criterios, dadas estas condiciones, se produce el acto de la evaluación, y si se corresponde con un mínimo de coherencia pedagógica el hecho de que los alumnos se jueguen el esfuerzo del trabajo de un cuatrimestre, o de un curso, a cara o cruz en una prueba-test donde un `verdadero´ o `falso´ termine por ser el factor decisivo para dar cuenta del conocimiento de una materia. Esta cuestión, que no pasa de ser una anécdota, adquiere tintes algo más dramáticos cuando la diplomatura de que se habla es la de Magisterio, pues se trata de futuros docentes que atenderán a corto o medio plazo a los más pequeños de nuestra comunidad, y tendrán que aplicar ellos también determinados criterios de evaluación tal como prescribe el protocolo curricular.

Más allá del agravio comparativo que esto supone, pues hay quienes tienen el privilegio de disfrutar de la presencia del profesor, la reflexión a la que apunta el presente escrito tiene como objeto dejar abierta una pregunta sobre la inercia evaluadora y cuantificadora en la que el sistema está instalado, partiendo de la creencia inequívoca, pues en esa línea está el constructivismo pedagógico, de que la Universidad tiene la obligación de cuestionar, dentro de su marco epistémico, el discurrir de una sociedad que acaba por cosificar a los sujetos, sin que necesariamente tenga que hacerse cómplice de esos procedimientos.

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