Diario de Ibiza

Diario de Ibiza

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Imaginario de Ibiza

Encantamiento en el embarcadero de Comte

Es posible que en Ibiza no exista un mar más fascinante que el del embarcadero de Comte

Los tonos turquesas del mar en esta parte de la costa adquieren una intensidad galvánica.

Solo la música está a la altura del mar. (Albert Camus).

Existe lugares con tal poder de fascinación sobre quien los contempla que incluso llegan a afectar a los hábitos de conducta. Uno de ellos es la pequeña bahía envuelta en acantilados que aguarda entre los varaderos de ses Roques Males y las tumultuosas playas de Comte. En este enclave, los tonos turquesas del mar adquieren una intensidad galvánica hasta el extremo de que algún conductor que ha estacionado sobre el precipicio, al contemplar el espectáculo, ha olvidado echar el freno de mano y, poco después de salir del vehículo, éste ha acabado despeñándose sobre los escollos de la orilla. Incluso he sido testigo de cómo personas poco habituadas a bañarse fuera de temporada claudicaban ante su encantamiento y se lanzaban al mar un día soleado de invierno, pese a la baja temperatura del agua, como hipnotizados por un canto de sirena.

Es posible que en Ibiza no exista un mar más fascinante que el del embarcadero de Comte. A los adeptos a su particular naturaleza -incluso aquellos que la descubren por primera vez-, no parece importarles que este enclave no disponga de una orilla arenosa donde tumbarse al sol. Las ondulaciones que la corriente traza sobre la arena sumergida, los reflejos atigrados y cambiantes de la luz que filtra el mar y esa transparencia más allá de la física ejercen como un infalible péndulo. Así, las rocas exteriores, puntiagudas, inclinadas e incómodas, son ocupadas por un grupúsculo de bañistas que no resiste a la tentación. Así ocurrió incluso en esos primeros días de pandemia, o incluso durante estas últimas jornadas estivales, cuando las playas principales de Comte, casi tan seductoras como ésta, permanecen medio vacías y pueden disfrutarse sin agobios.

Hay bañistas que incluso se apostan sobre el descascarillado hormigón del muelle de golondrinas; ese que en los veranos normales utilizan las barcas de línea que van y vienen desde la bahía de Portmany, cargadas de turistas. Éstos, cuando se aproximan, quedan igualmente asombrados por el deslumbrante espectáculo que proyecta dicho rincón paradisíaco. Desde la plataforma se zambullen y emergen radiantes, con una sonrisa incrédula por el simple hecho de estar allí que ya no desaparece en todo el día. Ni tan siquiera importan las molestias que genera el trasiego de estas barcas o el de las lanchas y veleros que fondean pocos metros atrás, atraídos por idéntico espectáculo. Tampoco el tener que apartarse cada vez que embarca o desembarca el pasaje. La magia que proyecta este lugar anula voluntades.

La extrema horizontalidad de sa Conillera, que desde aquí se observa más próxima que en ninguna otra parte, o el verdor de s'Illa des Bosc, ejercen de mero complemento. Lo mismo que las cuevas submarinas que se forman en la panza de los acantilados de ses Roques Males, la silueta animal del cabo que cierra la bahía por el lado oeste o los arenales que se avistan a continuación. El encantamiento emana exclusivamente del agua.

Para aquel que camina más allá

A pesar del poder de atracción que ejerce la bahía del embarcadero, son muchos quienes se acercan a la costa de Comte y no reparan en su existencia. Para ello, hay que caminar hasta más allá de las playas principales y estas resultan también cautivadoras. Quienes sí disfrutan del espectáculo son los clientes del restaurante que se sitúa al borde del acantilado. Allí degustan arroces y pescados con la mirada perdida, fascinados por la naturaleza de la costa de poniente. Aunque almorzaran un sencillo bocadillo les seguiría pareciendo un lujo.

Compartir el artículo

stats