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Guerra en Europa

Los últimos de Bohorodychne

Las tácticas militares rusas, consistentes en bombardear con intensidad y avanzar con cautela, dejan atrapados a multitud de civiles en las pedanías aisladas del Donbás

Bohorodychne, el último pueblo antes de alcanzar el monasterio de las Cuevas de Sviatogorsk.

Apenas circulan coches por la carretera comarcal que se desvía de la ruta principal entre las poblaciones de Izium Slaviansk y se dirige, no solo hacia unas pequeñas pedanías habitadas por campesinos, sino también al monasterio de las Cuevas de Sviatogorsk, una imponente construcción religiosa ortodoxa que data del siglo XVI y que sirvió, durante los primeros compases del ataque ruso a Ucrania, de refugio frente a los bombardeos para centenares de lugareños. El estruendo repetido de los disparos de artillería procedente del horizonte, amén de la multitud de proyectiles incrustados en el asfalto, que obligan a los escasos conductores que se adentran por estos andurriales a dar un brusco volantazo, constituyen un indicador fehaciente de que se trata de una zona en disputa, donde cualquier cosa puede suceder.  

También es uno de los puntos de la geografía ucraniana donde las tropas del Kremlin están poniendo en práctica sus nuevas tácticas militares en esta segunda fase del conflicto, dados los pobres resultados obtenidos durante la guerra relámpago de los primeros días. No se trata ya de lanzar a ciegas columnas de blindados que acaban siendo presa fácil para unos soldados locales bien pertrechados con misiles antitanque proporcionados por Occidente. Lo que el ejército del Kremlin intenta ahora es precisamente todo lo contrario: bombardear intensamente una zona, durante días o incluso semanas, antes de proceder a su lenta y cauta ocupación militar. Una estrategia que, a tenor de lo visto en Sviatogorsk y poblaciones adyacentes, multiplica de forma exponencial el sufrimiento de la población civil, dejando aislados a los habitantes con menos recursos. 

“Todos estos bombardeos son frescos”, corrobora Dima, recién llegado, a bordo de una furgoneta, a Bohorodychne, el último pueblo antes de alcanzar el monasterio, mientras contempla los enormes boquetes abiertos y los cohetes engastados en la calzada, todo un peligro para la seguridad vial del lugar. Nadie circula entre las casas de madera de la aldea, nadie parece trabajar entre los pequeños huertos de subsistencia, nadie abre la puerta ni responde a los requerimientos de los extraños que acaban de llegar al pueblo. En medio de un silencio estremecedor interrumpido por unas deflagraciones secas que cada poco hacen vibrar el suelo, aparece la delgada figura de Dimitri Marchuk, con evidentes síntomas de euforia etílica y mucha prisa porque –afirma— tiene que ordeñar a unas vacas lo antes posible.  

Pueblos vacíos

“El 80% de la gente del pueblo se ha marchado. Yo prefiero quedarme, no tengo adónde ir”, explica, sin demasiadas ganas, ante los micrófonos. Antes de la invasión rusa trabajaba en el monasterio. Ahora hace lo que puede para salir adelante, entre los bombardeos, junto a su esposa. Con el pueblo prácticamente desierto, son los militares ucranianos los únicos que aún se dejan ver por Bohorodychne, situado al norte de Donetsk, en el Donbás ucraniano. A toda prisa circula un destartalado vehículo soviético, pintado con colores de camuflaje y con tres soldados en su interior, que patrullan la pedanía y toman nota de las urgencias médicas. “Más abajo hay una mujer con un marido que no puede caminar, hace tiempo que quieren salir del pueblo pero están atrapados”, explican varios militares.  

El matrimonio en cuestión está formado por Vera Gerosimenko y Anatoli Dronichev, de 60 años, este último con la movilidad reducida debido a un infarto cerebral sufrido en 2016. Las continuas y cercanas explosiones han empeorado ostensiblemente su situación, le causan estrés y hasta le dejan aturdido durante largo tiempo. Sentado en una cama, con la cara torcida y la mirada perdida, Anatoli desvaría y no consigue hacerse entender.

Sin acceso a sus medicinas habituales, su esposa Vera, convertida en su enfermera ocasional, implora que alguien les acerque hasta Slaviansk, a una treintena de kilómetros, donde al menos existe un hospital y podrá ser atendido debidamente. “Somos responsables de esta situación; nos habían ofrecido varias veces ser evacuados, pero nos negamos. Al principio Anatoli me decía que mejor quedarnos, que esto solo era un juego, una partida de ajedrez”, explica Vera. “Ahora ya nos da igual todo, hay que salir de aquí”. 

"Sabía que pronto vendría un ángel"

En medio de los lloros, los rezos y los lamentos de Vera, es Dima finalmente quien toma la decisión de extraer al matrimonio atrapado en la ratonera bélica en la que se ha convertido Bohorodychne. Con sus poderosos brazos, agarra el esquelético cuerpo de Anatoli entre los quejidos y lloros de este último y lo introduce en su vehículo, mientras Vera coge a toda prisa los documentos de identidad del matrimonio, un par de bolsas con enseres y hasta la silla de ruedas. Su prisa por salir de allí es tal que ni siquiera le importa dejar atrás al perro de la familia. “Llevaba tiempo rezando, sabía que pronto vendría un ángel para llevarnos”, agradece al cielo.  

Una hora más tarde la furgoneta de Dima se detiene frente a la entrada principal del hospital donde Anatoli es recogido por el personal médico local. Lejos ya del peligro y de los disparos de la artillería rusa, la principal preocupación de Vera es haber podido hablar de más con los periodistas. “Espero que por haber dado una entrevista no me acaben encerrando”, dice en un típico acto reflejo soviético.     

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