A Wuhan, la séptima ciudad china, no le faltan razones para reclamar la fama. En el imaginario nacional persiste la zambullida de Mao en el río Yantsé de la que sacó el vigor para emprender la Revolución Cultural. Por esas aguas fluyeron durante siglos las mercancías e ideas que la hicieron próspera y moderna y esas Tres Gargantas que estrangulan su curso entre montañas cortadas a cuchillo atraen ahora a millones de turistas. En Wuhan se incubó la revuelta que destronó a la dinastía Qing y hoy es un 'hub' de alta tecnología. Pero es probable que Wuhan quede en la memoria global grapada a un coronavirus.

Sus 11 millones de habitantes, tantos como la suma de catalanes, aragoneses y valencianos, viven desde la noche del miércoles en una cárcel que no acepta visitas. Sin trenes, aviones ni ferris para entrar ni salir, sin metro ni autobuses para moverse en la ciudad. Es un experimento social sin precedentes con el que se pretende embridar la epidemia de neumonía que amenaza con una crisis global. Por ahora Wuhan monopoliza el castigo: de ahí son el grueso de los 600 enfermos y los 17 muertos.

Las últimas horas antes del cierre desataron el frenesí. Los ciudadanos se amontonaron en las estaciones de trenes y el aeropuerto con billetes a cualquier parte. Y los que se quedaron se han dedicado al acopio compulsivo en supermercados ante la incertidumbre de la duración del encierro y el miedo al desabastecimiento. También en las gasolineras porque el automóvil privado es la única vía de moverse en una ciudad de márgenes amplios. "Había escuchado rumores y fui a la tienda corriendo, pero la vi como siempre. Sólo he comprado unos aperitivos. Son días complicados. El gobierno nos da información fiel pero mucha gente acude a las redes sociales", señala por teléfono Liu, inversor financiero de 35 años.

Cuatro décadas de desarrollismo

Wuhan es otra de esas ciudades agigantadas durante el desarrollismo de las últimas cuatro décadas, rematadamente feas e impersonales, a las que en los últimos años se ha adecentado y dotado de zonas verdes. Ocupa el centro de un eje horizontal entre Chengdú y Shanghái y del vertical que forman Pekín y Hong Kong. Y desde su aeropuerto salen decenas de rutas internacionales. Es, pues, la lanzadera perfecta para cualquier virus y Li Bin, director de la Comisión Nacional de Salud, ya había especulado con la cuarentena días atrás.

Inmovilizar a 11 millones de chinos es algo más que una molestia. Inmovilizarles en las vísperas del Año Nuevo, cuando muchos de ellos ven por única vez en todo el año a sus familiares, es traumático. Solo esa concepción confuciana que prioriza el bien común al individual evita una revuelta. Cao, oficinista en Pekín, masticaba esta mañana su desolación. "Tuve que cancelar mi billete de tren a Wuhan cuando estalló la crisis. Y ahora mis padres tampoco pueden venir para pasar las vacaciones aquí". El coronavirus también ha arruinado los planes de Liu. "Mi abuela murió el año pasado y, como manda la tradición china, toda la familia íbamos a reunirnos para recordarla. Pero muchos no pueden venir y tendremos que conformarnos con un acto más íntimo".

Muchas ciudades chinas han cancelado actos que cada año reúnen a muchedumbres. El rigor es máximo en Wuhan y tanto las prohibiciones como el sentido común anticipan unas vacaciones caseras. "Veremos mucha televisión y cocinaremos", dice Liu, que se despide con una frase habitual de un pueblo que ha encadenado tragedias durante dos últimos siglos: "Siempre llega la primavera".