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Dana ‘Alice’ | Transporte

Viajar desde Ibiza entre tormentas

Con la dana ‘Alice’ amenazando la isla, quienes este fin de semana tenían que coger un vuelo durmieron regulín. Temían no poder salir de casa, no poder llegar al aeropuerto, quedarse atrapados en un atasco, que el avión no despegara... Muchos imponderables que convirtieron un simple vuelo en toda una odisea del sobrepensamiento.

La autovía del aeropuerto, este domingo, inundada.

La autovía del aeropuerto, este domingo, inundada. / J. A. RIERA

Estela Torres Kurylo

Estela Torres Kurylo

Ibiza

Te vas a dormir pensando en si, cuando suene la alarma, podrás coger el avión e incluso en si llegarás al aeropuerto a tiempo. El camino de casa ya quedó destrozado por las lluvias del día 30 de septiembre. A las seis de la mañana diluvia y reinan los relámpagos en la oscuridad de la noche. Han hecho temblar las ventanas de casa más de dos veces, pero sólo se ha ido la luz en una ocasión. El coche avanza por el torrente de agua que imaginabas que corría el otro día, que formó surcos de medio metro entre la piedra y la tierra. «Esto se tiene que arreglar ya», piensas en voz alta. «Si cojo el avión, insisto cuando vuelva», te prometes.

Superas la primera traba del día. La segunda, también: los taxis circulan por la EI-20, así que los consideras una fuente fiable de que la carretera del aeropuerto es transitable y cuando pasas por allí, se confirma. Sólo hay un pequeñito charco en el segundo puente. ¿Se mantendrá así el resto del día?

El frenesí del viajero marca el ritmo del aeropuerto. Por unos instantes parece que, entre las maletas y la gente durmiendo en los bancos, no hay tormenta. Hasta que miras las pantallas que indican que los vuelos a Palma están retrasados. Unos minutos después, cancelados (al menos los de la mañana). Mientras, centras la mente en no haber olvidado la cartera, en que el cansancio y los nervios no hayan vencido tu atención. También esperas que a tu DNI no le hayan salido patas y haya decidido abandonarte cuando más lo necesitas, hasta que otro aviso de que la lluvia sigue fuera te sorprende. Esta vez es más disimulado, pero te altera: una gotera dirige el agua a tu cabeza. «Joder, esto sigue». Piensas en los vídeos de la lluvia que caía dentro de estas instalaciones hace aún una semana. Te cabrea el susto, pero no te ha venido mal, es como un sorbo del café que esperas tomar luego. Cueste lo que cueste.

Sólo queda un paso para ello. No sabes en qué nivel de preferencia lo pondrías de lo que llevas de mañana. Tienes que quitarte la mitad de las cosas que te has puesto. Aunque has caído en que las botas no eran la mejor opción para pasar el control de seguridad, has pensado que no sería para tanto. No sería para tanto si además de coger los patucos de plástico para no limpiar el suelo con tus calcetines no tuvieras que sacar el iPad, el móvil, las monedas y quitarte el reloj, el brazalete, la chaqueta, el fular y ¿vaciar el neceser? «¿Me pedirán hoy que lo meta todo en una bolsa transparente?». La expresión del joven que está al otro lado de la máquina te chiva que no. Quizá tenga más cansancio acumulado que tú. Quizá te ha visto la cara y ha pensado lo mismo. ¿Habrá vencido el pacto de vuestras humildes miradas? Siempre piensas que una buena sonrisa allana el terreno.

También se la diriges a quien te vende el café y a la mujer que te pregunta si la cola en la que esperas de pie (también por si le salen patas al avión y se va antes de que te enteres) es la que va a Madrid. Siempre hay alguien a quien le inquieta esta cuestión. Las filas son tan largas que cuesta ver la pantalla que lo notifica. Si no te lo preguntan, eres tú la que pregunta. Es una de esas normas no escritas.

Largo, también, es el rollo que le cuenta la mujer que tienes detrás a quien tiene al otro lado del teléfono. Un poco fuerte para tu paciencia en este momento. Al final, la tensión que te provoca hace que te conviertas en la cotilla que no te gustaría que fueran contigo y te enteras de que sus trabas de la mañana han sido peores que las tuyas. Cuenta que el autobús que esperaba con su marido (a saber a qué hora) ha pasado de largo y no ha parado en es Canar. «Joder, sí que vienen de lejos»— piensas como buena ibicenca que no mide distancias como en la Península.

La mujer y su marido, ambos mayores que tus padres, han tenido que llamar a un taxi desde la parada de bus en la que el agua les empapaba los zapatos. «Encima se ha puesto los mocasines porque ha bajado antes de que me diera cuenta de cómo se había vestido», continúa la mujer. Encontrar taxi les ha costado porque los que pasaban por la zona iban a hoteles y tenían pasajeros asignados. Piensas en los nervios que tienen que haber pasado hasta dar con un transporte que les trajera (que ya sabes que en la isla, según la ocasión, cuesta). Al final, cuenta que han llegado, pero lamenta que no han podido tomarse el café.

Asumes la lección que te ha dado escuchar esta conversación ajena y automáticamente se calman tus nervios. El avión sale con unos minutos de atraso, pero no los suficientes para que llegue en línea con su «compromiso con la puntualidad». 50 minutos antes te costaba pensarlo, pero sí. Ni un tembleque. El paisaje era más ladrador que mordedor. Ojalá sea así para la isla el resto del día. Has tenido suerte. El capitán anunció que si los pasajeros no se daban prisa en embarcar, la nave tendría que estar parada dos horas por la tormenta que hay sobre Valencia a las 9 horas de la mañana. Ya ves si se han dado prisa. Hasta las señoras que se han parado a debatir qué asiento le tocaba a cada una han ido rápidas. Gracias a ellas y a la profesionalidad de las manos a los mandos, el día empieza con una traba menos.

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