Vivienda | Una mirada al pasado

Desalojo del edificio Trapecio de Ibiza (I): «No queremos vivir como animales»

En un edificio en ruinas colgado de un acantilado. Sin luz, sin agua, con ratas, apuntalado... Así vivían las 28 familias que a principios de los 80 okuparon el edificio Cau, más conocido como Trapecio. Tenía orden de desalojo, un desahucio que se alargó y que a finales del 84 llegó a los juzgados. Quedaba aún mucho por delante.

Algunos de los niños que vivían en el Trapecio

Algunos de los niños que vivían en el Trapecio / Joan Costa

Marta Torres Molina

Marta Torres Molina

Ibiza

«No queremos quedarnos en la calle ni vivir como animales». Es el grito unánime que lanzaban en marzo de 1982, a las puertas del juzgado, las familias que okupaban el edificio Cau, más conocido como Trapecio por su forma. Construido al borde del acantilado de Puig des Molins, con numerosos problemas, el propietario lo abandonó, momento en el que se metieron en él a vivir cerca de una treintena de «familias trabajadoras que no podían pagar los alquileres abusivos que imperan». Un edificio, «con la vertical apuntalada con tablones», con una orden de desahucio, sin luz y al que en noviembre de 1981 se había cortado el agua.

«Nos tendrán que sacar a la fuerza», afirmaban las familias en un reportaje publicado el 27 de enero y firmado por Julio Flores. En las imágenes, de Buil Mayral, se veía a algunas de las familias, como los Moreno Heredia, los Aguirre o los Maldonado, haciendo su vida en el «sórdido» edificio colgado de las rocas, en el que a principios de los 80 vivían 28 familias, con medio centenar de niños (uno de apenas cuatro días) compartiendo entre varias cada uno de los apartamentos. Familias en los sofás, las mesas con hule, el perro junto a la mesa, la ropa tendida en la terraza... Incluso la caseta de la luz se convirtió en vivienda para un matrimonio «y dos niñas de corta edad».

Tras pedir al Ayuntamiento que les dieran el agua «porque los niños se mueren de sed», entre otras cosas, y no recibir respuesta alguna, las 28 familias se concentraron el 20 de marzo a las puertas de los juzgados de Ibiza. «Tendrán que entrar las grúas y la policía en nuestras casas si quieren echarnos, pero no nos vamos porque no podemos pagar alquileres de 40.000 pesetas mensuales», explicaban. Apelaban directamente al alcalde, Juan Prats, y al delegado del Gobierno: «Si tienen pantalones, que se atrevan a entrar con las palas excavadoras dentro de las casas», clamaba Encarnación, una de las vecinas, que aseguraba que antes que ellos, el edificio lo habían okupado unos hippies a los que les pagaron «40.000 y 25.000 pesetas» para quedarse con el edificio. Un dinero al que, según explicaban, había que sumar más: «Nosotros arreglamos el edificio, que estaba destrozado, gastándonos nuestro propio dinero».

«En caso de derrumbamiento quedaremos sepultados»

«Nos quedaremos ahí porque no tenemos otro lugar para vivir y en caso de derrumbamiento quedaremos sepultados», contestaban ante la ratificación del juzgado de la orden de desalojo del Ayuntamiento, que les daba «un mes» para abandonar el Trapecio. A mediados de abril, tras un derrumbe en el edificio Can Ballet, en la esquina de Ignasi Wallis con Vicente Serra, buena parte de las familias, asustadas, abandonaron la construcción. Las ocho que quedaban (unas 40 personas) exigían al Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo que les asignara una de las viviendas prefabricadas previstas para los afectados por el derrumbamiento de Can Ballet.

Ocho meses después, las familias del Trapecio seguían atrincheradas en la ruina, que era noticia la mañana de Reyes del 83 por un incendio provocado «por alguno de sus inquilinos al intentar prender fuego a un montón de basuras adosadas a la parte izquierda del edificio». Según la crónica publicada al día siguiente en Diario de Ibiza, «testigos presenciales aseguraron que mientras prendían las llamas con fuerza, uno de los inquilinos pronunciaba airadamente: ‘Más vale fuego que ratas’». Los vecinos del Cau estaban en el punto de mira por la basura que se acumulaba a los pies del acantilado, una especie del Baix sa Penya de los años 80.

En julio del 83, Diario de Ibiza volvía a entrar en el edificio. «Perros y gatos abandonados campan a sus anchas por los pisos bajos, y ratas enormes», escribía Josep Riera en un reportaje titulado ‘Treinta personas siguen viviendo al borde de la muerte’ en el que hablaban los residentes. «A un nieto las ratas le mordieron la otra noche, la casa se mueve cuando sopla el viento, hemos puesto puertas y ventanas como hemos podido, pero estamos mal, muy mal...», explicaba Antonia.

Siete familias en el banquillo

Siete de estas familias se sentaron en el banquillo el 14 de septiembre de 1984 denunciadas por okupación ilegal por el Ayuntamiento, que ya no gobernaba Prats: «Y allí estaban todos: Adolfo Villalonga [el nuevo alcalde] de chaqueta blanca y gafas oscuras. Las familias gitanas sencillas y limpias dispuestas para la ocasión con los niños fuera de la sala (...), algunos viejos con rostros tremendamente expresivos, los jóvenes, orgullosos de defender ‘el derecho a una vida digna y a un techo’ y las mujeres a veces impasibles, a veces acaloradas, siguiendo atentamente la defensa de los letrados Ana Victoria Jiménes y Francisco Luelmo». «El payo Villalonga» frente a «veinte cañís», definía el periodista.

La denuncia le salió mal al Ayuntamiento: el juzgado falló a favor de las siete familias gitanas «por fallos en la forma y procedimiento» de la orden de desalojo municipal. El Ayuntamiento, obviamente, apeló la sentencia. Los trámites judiciales dejaban «pendiente de resolución un problema que pone los pelos de punta», se leía en Diario de Ibiza el 27 de septiembre del 84, que insistía: «Lo más importante es aclarar el tema del peligro. Pensemos que entre discusiones jurídicas podría llegar el momento en que la catástrofe pusiera fin a la dialéctica. Lo que, desde luego, sería muy triste, triste y vergonzoso». Continuará.

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