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El adiós de las corseteras ‘Pilende’ de Ibiza

La popular lencería de la galería Europa regentada por las hermanas Valverde Castell echa el cierre tras casi 54 años

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Galería de imágenes del cierre de la corsetería 'Pilende' Vicent Marí

El azul intenso y brillante del sujetador es una llamarada en el mostrador color hueso de la corsetería. La sorpresa continúa al comprobar la elasticidad de la prenda. El tejido que abraza la espalda se estira. Suave. Silencioso. Nadie diría que el sostén, aún con su etiqueta, tiene más de 30 años. Esta perfecto. Mejor, incluso, que algunos recién salidos de la fábrica. Lo mismo que un par de bodies. Uno en blanco. Otro en rosa. De Christian Dior. Son algunos de los tesoros que guardaba el almacén de la corsetería Pilende. Joyas de seda y encaje que las hermanas Valverde Castell, María Magdalena y Clara, han encontrado mientras vaciaban los cajones de Pilende, la corsetería que, tras casi 54 años, cierran por jubilación, como desde hace unos días se lee en un enorme cartel pegado al cristal del escaparate que da a la calle Joan d’Àustria, de Vila, en uno de los accesos a la galería Europa.

El 29 de septiembre de 1969 abrió sus puertas, sí, en plural, porque entonces tenía dos —«una la tuvimos que anular porque nos robaban cosas del escaparate»— Pilende, que atendían María y su hermana mayor, María Pilar. Ambas habían acabado los estudios, no sabían qué hacer y su padre, que había trabajado en la construcción de la finca, les ofreció el local para que abrieran un negocio. «No teníamos ni idea de cómo se llevaba», recuerda María. Así que antes de abrir, su hermana se marchó unos meses a trabajar en otra tienda, Amanecer. El 29 de septiembre de hace 53 años en Pilende vendían de todo, —«lanas, muñecos, ropa interior...»—, una especie de prueba para ver, finalmente, qué se vendía más. Para llenar la tienda aquellos primeros tiempos su madre y su hermana mayor viajaban a Valencia para abastecerse. Rápidamente, recuerda Maria, vieron que lo más que se vendía eran los sujetadores. Y así, dejaron de vender todo lo demás para centrarse en las prendas íntimas. «Yo sólo he despachado sujetadores, bragas, medias y fajas», comenta Clara, la pequeña de las hermanas, que se incorporó al negocio cuando apenas era una adolescente. Aún recuerda, como si fuera ayer, la primera clienta a la que atendió. Una holandesa «grande, con mucho pecho». Clara, recién llegada al día a día de la corsetería, no controlaba aún dónde estaba todo, así que abrió el armario para buscar lo que le había pedido y se ve que a la clienta le pareció que tardaba mucho, porque desde el otro lado de la puerta del mueble, que sigue siendo el mismo, escuchó que le decía a su hermana que la fuera a buscar, que se había «perdido en el armario», rememora abriendo ese mismo armario, que se confunde con el fondo, tapizado en rojo. El mismo color que cubre las paredes del probador, por el que durante más de medio siglo han pasado varias generaciones de ibicencas. Y de turistas.

Y no sólo mujeres. También algún hombre. Las hermanas recuerdan la primera vez que un hombre «con barba», entró en la corsetería y les dijo que quería un liguero. Para él. Volvió más veces, recuerdan las hermanas, que reconocen que su oficio de corseteras tiene mucho de confesionario. Cuando se les pregunta el origen del nombre de la tienda, explotan en risas. La culpa la tuvo un niño que vivía puerta con puerta con ellas y que pasaba casi tanto tiempo en casa de los Valverde como en la suya. «Decía que se comía mejor, pero lo que no sabía es que su familia nos traía la comida para que se la diéramos», recuerdan. El pequeño Joan llamaba a la hermana mayor Pilende, en vez de Pili. Las llamaban, de hecho, las Pilendis. Cuando tuvieron que ponerle nombre a la tienda, les gustó la idea. El pequeño Joan, explican, es ahora todo un señor ingeniero.

En la tienda, junto al mostrador, hay una silla de asiento encordado. En ella se sentaba su madre cuando iba a visitarlas. Pero es también la silla destinada a los maridos que acompañaban, y acompañan aún, a sus mujeres. «Se sentaban aquí y decían que no tuvieran prisa», comentan señalando otro taburete, junto a una burra de camisones, que incorporaron más tarde.

La carta de Diana

Cerrar Pilende es ponerle fin a una parte importantísima de su vida. En el local, que ahora pondrán a la venta, han reído, llorado, se han enamorado, han criado a sus hijas y a los nietos, han superado momentos complicados y han acogido auténticas tertulias y celebraciones. Clara conoció a su marido, que trabaja muy cerca, en La Unión y el Fénix, en la corsetería. Sus hijas aprendieron a caminar entre fajas y batas y compartieron tardes de juegos resguardadas de la lluvia y el frío en la galería. La tienda ha sido, también, la guardería de los nietos cuando sus madres, tras la baja de maternidad, tuvieron que volver a trabajar. El pasado 15 de enero, domingo, muchas de las mujeres de la familia vivieron una jornada muy especial. A puerta cerrada, aprovecharon para reservarse las prendas que más les gustaban antes del cierre. Ese mismo día, cuando acabaron, Diana, hija de Clara, colgó en sus redes una foto de su madre y su tía frente al cartel de ‘liquidación total’ recién colgado. Una imagen que acompañó con unas sentidas palabras: «Dicen que todo lo que empieza tiene un final, y 53 años después ha llegado vuestro momento. Ha sido más que una tienda para todos nosotros (guardería, punto de encuentro socia, recogida de paquetes...). Yo me crié allí entre sujes y bragas. Los primeros años de mis hijas y sus primeros pasitos fueron allí. Se cierra una bonita etapa, pero os lo habéis ganado».

Hasta Pilende peregrinaban clientas de toda la isla. Incluso de Formentera, desde donde se desplazaban cuando necesitaban ropa interior. Clara y Maria han sido cómplices de incontables noches de boda. A ellas acudían las novias, con sus madres, para escoger las prendas para ese importante momento. «Se llevaba todo largo. Un camisónlargo hasta los pies y una bata también larga», comenta Clara sacando, de uno de los armarios un conjunto como los que ansiaban entonces. De un blanco impoluto, casi nuclear. Brillante. Tirantes finitos. Y un delicado encaje con una flor en el escote. De Belcor. Una de las marcas, junto con Mitjans, más buscadas por las clientas. «Los camisones de Mitjans eran el no va más, comentan las corseteras, que vendían, también, muchas fajas. Pero fajas de verdad. De las que lo colocaban todo en su sitio y hacían desaparecer los michelines indeseados y brotar ansiadas curvas donde no las había. «Lo de ahora no son fajas», afirman mientras Maria desaparece unos segundos y baja del altillo con una de aquellas fajas. También de Belcor. En color carne. «Se abrocha primero con corchetes y luego con cremallera», indican animando a comprobar la firmeza del tejido. Nadie diría, a la vista de la prenda, que unas de las mayores clientas han sido las bailarinas de Pachá: «Se las llevaban para luego teñirlas y decorarlas con lentejuelas y brillos».

Los maridos y los ajuares de novia

Las hermanas siempre han tenido muy claro quiénes eran sus clientas. Muchas veces, cuando un representante, que entonces las visitaban con maletas llenas de lencería, les mostraba alguna prenda demasiado sofisticada o sexy le decían que no, que aquello no era para sus clientas. «Nos decían que se vendían mucho en otros sitios, pero nosotras sabíamos que, aquí, no», indican. En los primeros tiempos mucha de la ropa interior la cosían las propias modistas. Pronto, sin embargo, empezaron a vender «ajuares de novia». Las mujeres acudían con sus madres para comprar el camisón y la bata para la noche de bodas, pero también una mañanita para cubrirse los hombros, un camisón de manga corta, ropa interior y lo necesario para cuando tuvieran un niño. En aquella época, recuerdan, no es que los tangas no hubieran entrado en su tienda, «es que ni siquiera se habían inventado». Algunas mujeres ahorraban para comprar esos ajuares. Los reservaban y los iban pagando. Algunas, incluso, contaban con usureras. «Nunca aceptamos eso. Venían y te decían que si tal persona venía, que se llevara lo que quisiera, que ya lo pagarían ellas, pero no. Les decíamos a las mujeres que se lo guardábamos y que ya nos irían pagando. ¿Cómo íbamos a aceptar que alguien que no podía pagarlo acabara pagando el doble?».

Eran otros tiempos, muy diferentes, y aunque las hermanas no se escandalizaban por nada, recuerdan algunas escenas sorprendentes. Como cuando una turista que se alojaba en un hostal de la misma calle les compró un camisón largo y, minutos después, la vieron paseando con él por la calle. También momentos hilarantes. Muchos causados por los maridos en busca de un sugerente regalo para sus mujeres. «Conocías a la esposa porque era clienta habitual. Les sacabas varios conjuntos para que escogieran y, si entraba alguien, se ponían nerviosos y de decían ‘éste, éste, éste mismo’», explica María mientras Clara no puede contener la risa al rememorar a otro sufrido esposo que cruzó la puerta de Pilende: «Le pregunté por la talla y me contestó que estaba muy buena. Yo le decía que vale, que sí, que estaba muy buena, pero que necesitaba la talla. Y nada. Sólo repetía que estaba muy buena».

Son las once de la mañana y una clienta interrumpe las carcajadas de las hermanas. Daría llega con su hija en busca de unas braguitas de algodón, el modelo que siempre usa, de Avet. Y, aprovechando los descuentos por liquidación se lleva también un sujetador. Un clásico. El ‘Doreen’ de Triumph. Un modelo que llevan vendiendo desde los años 70 y del que deben haber despachado miles de ejemplares. «En blanco, beige y negro, no se hacen más colores», matiza María. María, otra clienta de toda la vida, viene en busca de un modelo de braguitas de Janira que no encuentra en casi ningún sitio. Carmen, otra clienta, al ver el cartel el pasado sábado, buscó los camisones que compró en la tienda cuando se casó, en el 78. Allí estaban. «Perfectos, como si fueran nuevos», afirma.

Desde que colgaron el cartel del cierre, son muchas las clientas de toda la vida que se han acercado al establecimiento. Algunas llamadas por los descuentos. Otras para despedirse. Les inquieta cómo será su vida después del cierre. «Me preocupa más ella que yo», comenta Clara mirando a su hermana Maria que, confiesa, ha demorado siete años su jubilación, hasta los 72, para «esperar» a su hermana, que este año cumple 66. El último día no descartan hacer una pequeña fiesta. Un brindis. Con la familia y los más allegados. Con quienes han hecho su vida entre las paredes rojas de Pilende. O una tertulia, como las que se montan los sábados a la hora del vermut, poco antes de cerrar. Eso, de momento, no saben cuándo será. Cuando hayan liquidado buena parte de lo que les queda en la tienda, en los altillos, en los armarios y en ese almacén en el que quién sabe si en los próximos días encontrarán más tesoros de seda y encaje.

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