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Nuevos vecinos para una nueva vida en sa Penya de Ibiza

Afirman que, desde que se mudaron, los vecinos han pasado de esconderse cuando les ven a correr para saludarles

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Nuevos vecinos para una nueva vida en sa Penya de Ibiza J.A. Riera

Ha pasado apenas mes y medio desde que una quincena de personas entrara a vivir a las viviendas reformadas de las calles Alt y Retir de sa Penya. Parece poco tiempo, pero ha sido suficiente para que se empiece a notar el cambio en la zona. Son casi las 12 de la noche del sábado y muy cerca se está celebrando la Ibiza Medieval, pero en este emblemático barrio son ajenos a lo que pasa a apenas unas calles de distancia. Las familias que llevan años viviendo allí solo bajan al centro de la ciudad a hacer la compra. Poco más.

Es de noche, pero es un día festivo. Cuatro niños corretean descalzos entre las piedras. Hacen coreografías, cantan e, incluso, intentan hacer juegos de magia, algunos con éxito, mientras varios de sus nuevos vecinos conversan en la calle antes de entrar en casa. Se nota que ya los ven como familia. «Mai, Mai, mira cómo lo hago», le dice una de las pequeñas a una de ellas moviendo la cadera. Tienen energía para dejar KO a un atleta profesional.

Sonríen todo el rato, van despeinados y se visten con lo primero que cogen por casa. Y también gritan más de lo normal. «Así no te entiendo. Si me lo dices más bajito, seguro que podemos hablar», le dice Maitane (nombre ficticio) a uno de los niños. Ella es una de las que se ha mudado al barrio. «Ante todo, soy persona», remarca.

Es de la península, pero lleva 12 años residiendo en Ibiza. Cuando le ofrecieron la oportunidad de mudarse a sa Penya, no se lo pensó. «Sí que es verdad que tenía la imagen de lo que nos habían contado siempre, y que en realidad es así, de barrio marginal y peculiar donde nadie se atrevía a subir. Hasta que no lo ves con tus propios ojos y estás metido aquí no sabes lo que hay», explica.

¿Qué hay? «Gente peculiar en un barrio peculiar», añade. Su percepción ha cambiado, pero también la de todos los que llevan años viviendo allí. «He visto un periodo de adaptación, desde el respeto, que lo hay por las dos partes sabiendo que tenemos que convivir todos juntos. No lo hemos forzado, ha ido fluyendo día a día», reitera.

La imagen de la zona cambia de forma radical durante el día. Hace solo un día, la calle Alt estaba llena de técnicos que estaban rematando los flecos que aún quedaban abiertos en los nuevos pisos, como habilitar internet, ya que en los bajos apenas hay cobertura. Enfrente de casa de Maitane viven nueve personas. En la puerta tienen un pareo que evita que se vea el interior y fuera hay un triciclo, una bici infantil y un par de zapatillas del número 23 tiradas en el suelo. También un tendedero lleno de ropa.

«Antes llegábamos a casa y estaba la calle llena de mierda: plátanos, cristales… y yo pensaba que lo tiraban ahí para jodernos, pero luego descubrí que son así», indica Nico (nombre ficticio), la pareja de Maitane. «En ese momento te preguntas cómo puedes ayudar para que esto cambie y se lo explicas: si tiras la comida, mañana habrá moscas; si tiras cristales, me puedo hacer daño, pero tú también», dice con paciencia. ¿Y hay cambio? «Lo hay, pero es muy muy muy lento», apunta.

Nico está prácticamente todo el día en casa y teletrabaja con vistas al puerto de Ibiza. Al otro lado de la vivienda es donde está la vida y, también, el ruido. «Como no tienen teléfono, se lo dicen todo gritando y una cosa que quieren decir, se la van pasando de uno a otro y, al final, pasa por cuatro bocas», cuenta. Según explica, ellos tienen una forma de comportarse que han ido forjando durante toda la vida, al igual que el resto la suya, y «no tienen referencias». Ahora lo son sus nuevos vecinos. «Antes llegábamos y desaparecían, ahora vienen corriendo a saludarnos», subraya.

«Vienen los malos»

«Al principio solo gritaban: ‘ya vienen los malos’ y ahora se nos tiran encima para abrazarnos», añade Maitane. Ella ha generado un vínculo mágico con la familia que vive más cerca de su casa con el claro objetivo de integrar el barrio con el resto de la parte antigua de la ciudad. «Les intentamos hacer entender que, desde el respeto, se consiguen más cosas. Les hacemos ver que hay que ser cuidadosos con la calle, con la limpieza… que esto no es la selva», insiste. Y es que, a veces, lo podría parecer.

Hay un clima diferente al de otras zonas. Allí no cierran la puerta de casa, no se usan teléfonos móviles y tiran de la imaginación para pasar el rato. «Me da ternura ver cómo se entretienen porque juegan como yo hace 30 años», asegura Nico.

Además, los nuevos residentes trabajan en la motivación. La noche del sábado una de las menores quería bailar, pero le daba vergüenza. Había gente a la que no había visto antes y, a pesar de su desparpajo, se sentía cohibida. Fue Maitane quien consiguió que se lanzara. Y, al final, la niña se arrancó por bulerías. «Intentamos motivarles en todos los aspectos. Por ejemplo, les decimos que ir al colegio mola mucho», indica.

Cada mañana las educadoras sociales se plantan en las casas para llevarse a los niños a clase. «Lo hacen con un cariño especial», cuenta Nico, quien añade que «se ve que hay preocupación por su parte, les dan una atención en la que se nota que hay esfuerzo detrás». «Y se nota que es mutuo», interrumpe Maitane.

Ambos piensan que estos pequeños tienen mucho potencial, que solo necesitan un impulso para salir del bucle en el que llevan años sumergidos. «Son muy avispados», dicen. Y con solo estar media hora con ellos lo demuestran. No se les escapa una, van por la vida con mil ojos y con todos los sentidos activados y se protegen entre ellos. Se pelean, pero cuando uno se cae el otro le da la mano para que se levante lo antes posible.

El destino o las malas decisiones de sus padres no deben interferir en el desarrollo de los niños. Y eso es lo que piensan los recién mudados al barrio. «Son receptivos y se están dejando ayudar. Teníamos la idea preconcebida de que todo iba a ser muchísimo más difícil, pero nos hemos dado cuenta de que ellos también se ponen en nuestro lugar», comenta Maitane.

Todos aprenden de todos, ese es el mensaje que quieren transmitir, aunque no todo sea de color de rosa. «Me están enseñando sus valores: lo poco que tienen, lo comparten. Son muy agradecidos y nada materialistas», dice Maitane.

Nico, por su parte, se ha quedado con un detalle en concreto. Mientras cada cierto tiempo salta en los medios de comunicación una noticia sobre bullying, él ha visto cómo en este barrio todos se sienten iguales. «Entre los niños gitanos no hay diferencias. El guapo, el ‘listillo’, el menos guapo, el que lleva gafas... todos van juntos, sin distinciones, sin burlas», explica.

«Hay algunos que son más abiertos que otros, por lo que no con todos mantenemos relación, pero ninguno nos ha dado problemas», sostiene. «Creo que pensaban que íbamos a llegar e íbamos a terminar con su barrio, pero han visto que no. También ven que somos normales y que no tenemos nada contra ellos», añade.

Son las 12.30 de la mañana del martes y la zona está tranquila. Los pequeños han ido a la escuela y la abuela de una de las familias coge el carrito de la compra y marcha calle abajo. Maitane y Nico están en su casa con todas las ventanas abiertas, acompañados de un perro y una gatita de apenas mes y medio que acaban de adoptar. Sus mascotas son del barrio y ellos, ahora, han decidido darles un hogar.

Sa Penya va, paso a paso, recuperando una normalidad que perdió hace décadas. Los turistas se cuelan por algunas de las calles en las que antes había más de 40 infraviviendas y llegan hasta el mirador del final de la calle Alt. El bullicio, sin embargo, sigue siendo la seña de identidad del barrio. «Tenemos la sensación de que todo va a seguir evolucionando», concluye Maitane.

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