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Las cicatrices de oro de Juana Acosta en Ibiza

El público de Can Ventosa se rinde a ‘El perdón’, la historia que recuerda el asesinato del padre de la actriz en 1993 en Colombia

Un instante de la obra ‘El perdón’, protagonizada por Juana Acosta y Chevi Muraday. Jesus Vallinas

Chevi Muraday cubre a Juana Acosta, tumbada, derrumbada, sobre el escenario de Can Ventosa, de oro. Un enjambre de oro que sale de sus manos, de sus caderas, de sus brazos, de sus piernas, de su pecho... Metros y metros de cinta dorada que cubren a la actriz y bailarina, que permanece inmóvil, casi muerta. Hace falta mucho oro para las cicatrices que comparte en ‘El perdón’ (crudísima, bellísima). Son reales. Y antiguas. Del 19 de mayo de 1993. De ese momento en el que, saliendo para su clase de danza, sonó el teléfono y escuchó las cinco palabras que la destrozaron. Esas 21 letras —«te tengo una mala noticia»— que la convirtieron en la hija rota en mil pedazos que, como la porcelana, se recompone ahora, sobre las tablas, cubriendo sus cicatrices con oro.

Acosta sigue tirada en una esquina del escenario, muy cerca de ese teléfono maldito que le comunicó —«te tengo una mala noticia»— que su padre, Álvaro Acosta, había sido asesinado en Cali. Acosta, desplomada, ha pasado casi una hora tratando que ese momento no llegara. Evitando ese teléfono. «¡El antes!», ha gritado poco después de salir a escena y escuchar un par de veces el riiing riiiing que se le cuela por las entrañas. «¡Quiero el antes!», grita mirando al cielo de Can Ventosa. «¡Quiero música!», insiste. Y el teléfono, complaciente, calla. y suena la música. Y Acosta hace oscilar los tules empolvados que la envuelven. Y ríe. Y baila. Y recuerda a su padre. «Un tipazo». «El más guapo de Cali». Un hombre que «paraba el tráfico». Que bailaba. Que hacía reír a todos con sus chistes. Que hacía sentir especiales a sus hijos. Al que la Juana niña le escuchó decir «yo no tengo polla sino pincel».

Acosta baila. Y el público, en silencio, se imagina que el tul le hace cosquillas en los tobillos desnudos. Acosta quiere el antes, pero unas manos negras la envuelven, la retienen, la oscuridad la abraza y tira de ella, se enreda en su pie y la arrastra a sus profundidades. Por más que ella, gritando, gimiendo, hincando las uñas en el suelo, se resiste. Pero el rencor es más fuerte. Y suena el teléfono. Riiiing. Riiing. «Te tengo una mala noticia». Doce balazos. Una cuneta. Un crimen impune. Como tantos otros en su Colombia natal. Ella misma retrocede en el tiempo. Más años atrás, más asesinatos en Colombia. 2020. 2019. 2012. 1993. De unos miles a más de 23.000. Del 2021 al 19 de mayo de 1993. «Uno». «Uno». «Uno». Repite la actriz y bailarina recordando al muerto de esa fecha. A su muerto. A su padre. Volviendo a ese teléfono —«te tengo una mala noticia»— que la rompió. Y que desató su rabia.

Acosta saca una pistola. «Nunca me gustaron las armas». Y dispara. Y mata. Y trata de sacar su rabia. «Y yo, que jamás, jamás, había coqueteado con ningún tipo de violencia, tenía pensamientos asesinos». Disparando. Asfixiando. Ahogando. Pero «¿a quién?». «¡A quien!». Grita. Clama desesperada. Y la oscuridad vuelve. La abraza. Y no puede bailar. Sus pies se arrastran. Sus brazos cuelgan. Su torso oscila, inerte. Se revuelca. Por el suelo. En su dolor. En la rabia. En el rencor. Los jarrones rotos no bailan. Tratan de recomponerse. Pero sólo consiguen hacerse más daño. Cortarse una y otra vez con los trozos afilados de la porcelana. Los jarrones rotos no bailan. No hasta que consiguen cubrir sus cicatrices con oro. Con metros y metros de cinta de oro. Entonces despega los pies del suelo. Y baila. «Perdonar no es olvidar, minimizar o justificar el daño. Perdonar es abrir la puerta al resto de tu vida. Abrir la puerta al ahora». Juana Acosta vuela. Y sonríe. Y el público, abrumado, se queda en silencio, a oscuras, unos segundos. Cuando vuelve la luz, todos están ya en pie. Rendidos. Admirados. Impresionados. «Te tengo una mala noticia».

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