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Imaginario de Ibiza

Es Cap Negret y las montañas de la Luna

Paseo hasta el restaurante de la zona.

Cuando sale la luna, el mar cubre la tierra y el corazón se siente isla en el infinito (Federico García Lorca).

En el desierto de Atacama, en la región chilena de Antofagasta, existe un insólito paraje conocido como el Valle de la Luna, por su extraordinario parecido a la superficie del satélite. Un paisaje de dunas, colinas salinizadas, rocas y arena donde no hay rastro de flora, fauna y humedad. Únicamente sobrevive en él la lagartija de Fabián, reptil con un notable parecido al que habita en las Pitiusas.

Dicha depresión constituye el más lunar de los escenarios terrestres, pero no es el único. Existen otros igualmente sobrecogedores por la sensación de vacío que transmite su extensión pétrea, como la cumbre del Tindaya en Fuerteventura, la Capadocia turca o el boliviano Salar de Ayuni. En Ibiza, salvando las distancias, encontramos en el Cap Negret de Sant Antoni otro paisaje que hipnotiza por este mismo carácter desértico y granítico.

Roca maciza y piedras sueltas, como en las montañas de la Luna. Ocasionalmente, en la periferia, algún arbusto de sabina de tronco ensortijado y plantas de hinojo marino, que se aferran a las grietas y son capaces de sobrevivir al salitre que contienen las salpicaduras de las olas.

Esta ladera, aunque es más pronunciada, recuerda también al Cap de Barbaria, otro inhóspito paisaje lunar de las Pitiusas. En lugar de faro y torre de defensa cuenta con el viejo Hostal La Torre, remodelado hace algunos años, en la parte más elevada y alejada del mar. Su yerma superficie desciende hasta la orilla atravesada por estrechos senderos delimitados por filas de guijarros, que van fluyendo hacia terrazas naturales a distintos niveles.

El horizonte

En estas minúsculas solanas las parejas y pequeños grupos se apostan en torno a mesas paticortas. Son los cosmonautas del Cap Negret que, al igual que aquellos primeros exploradores del Mar de la Tranquilidad, escrutan el inaudito horizonte. Allá arriba, el contraste entre la superficie desértica y grisácea de la Luna, la oscuridad abisal del universo y la nitidez del planeta azul. Aquí abajo, la piedra desnuda, el cielo zarco y el bamboleo de un mar a menudo agitado.

El alcorce sigue deambulando hacia el agua, mientras el paisaje se va abriendo progresivamente. De frente, a poniente, el islote de sa Conillera, con la perspectiva más horizontal y extensa de su geografía. Al noreste, el cocodrilo agazapado que conforma Punta Galera y, más allá, la mole del Cap Nonó.

Solo resta continuar el último tramo de descenso, donde la vereda transmuta a oscilante escalinata de rústicos peldaños que termina súbitamente a medio metro del mar. Para que luego digan que no es posible zambullirse en los mares de la Luna.

Al atardecer, la roca se sume en penumbra, una hoguera se enciende en el cielo y el hombre que observa toma conciencia, entre sorbos, de su insignificancia. No hay mayor espectáculo que el que ofrecen los astros.

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