No había cumplido los 30 años y se hizo la prueba rápida del sida en la ONG en la que llevaba tiempo colaborando, convencida de que todo estaba bien. «Había trabajado en la prostitución, pero me cuidé mucho», comenta, relajada, en casa, seis años después de aquel momento. Era voluntaria de la asociación. Repartía preservativos y ofrecía información a mujeres transexuales, como ella, que se encontraban en situación de prostitución. «Cuando la directora de la ONG, después de la prueba, me dijo que teníamos que hablar, se me cayó el mundo encima», recuerda. Sabía lo que significaban aquellas palabras.

«Pensaba que me iba a morir», indica antes de confesar que, tras el diagnóstico de VIH (cuyo día mundial se conmemora mañana), se pasó «un día entero» llorando: «No era una inculta, no era una desinformada, sabía todo, pero sentí miedo». Recuerda aquellas primeras horas, aquel primer día en el que no dejó de llorar, pero lo que vino después lo tiene borroso. Sólo sabe que, tras el momento en el que se vino abajo, se levantó y lo tuvo claro: «Nada me va a parar». De hecho, siguió con sus planes. Hacía tiempo que tenía pensado salir de su país y conocer Europa y, cuando le dieron el diagnóstico, tenía ya los billetes del avión, que despegaba un mes más tarde. Aguantó como pudo -«muy triste»- aquellos días antes de emigrar y cogió el vuelo, dejando atrás todo lo conocido. Su casa. Y su familia, a la que no le había dicho nada.

Para entonces, y tras una temporada en la que se había alejado de ellos, volvía a estar en el hogar familiar en el que había crecido y en el que fue descubriendo que la «estructura física», de niño, no se correspondía con lo que le gustaba. «Al principio era una cuestión de gustos porque de pequeño no tienes conciencia sexual de tu cuerpo», indica. A los «nueve o diez años» fue cuando se dio cuenta de que lo que le llamaba la atención -«los colores, la ropa»- no era lo que se suponía que debía agradarle.

«Con quince años salí a la calle vestida de mujer por primera vez. Y a los 17 ya iba vestida de mujer las 24 horas», comenta. A los 18, cuando terminó el instituto, se marchó de casa. «Sin necesidad», matiza, porque, «por suerte», en su familia, no la rechazaron, aunque les costaba comprender lo que le pasaba a su, para ellos, hijo. «Antes no era como ahora, que hay diferentes centros o grupos de padres de niños trans que les ayudan a entender a sus hijos. El apoyo de los padres es muy importante para un niño, pero entiendo que es normal que cueste», reflexiona antes de señalar que se fue de casa porque no podía afrontar «el doble esfuerzo» que suponía construirse a ella misma como mujer y educar a su familia.

Le hubiera encantado que ese proceso hubiera sido «más fácil» y poder compartirlo con su familia. Aunque no vivía con ellos, su madre la llamaba constantemente para saber cómo estaba. Volvió con ellos, a casa, dos años después, tras la muerte de su novio. Una situación traumática que sirvió para que su madre entendiera, por fin y del todo, a su hija. «Eso nos hizo conectar de nuevo», explica antes de señalar una de las frases con las que en aquel momento, trataba de derribar prejuicios: «Aunque el frasco sea diferente, el contenido sigue siendo el mismo».

En el momento en el que llegó a Europa, aunque había pasado un mes, se sentía «abrumada» por el diagnóstico de VIH. Estuvo en Italia, Madrid y Barcelona antes de llegar a Ibiza, hace ahora cuatro años. Los dos primeros, para la temporada y desde hace dos, instalada todo el año. Aunque no sabe por cuánto tiempo, ya que, explica, siempre ha sido «muy curiosa» y le ha gustado descubrir lugares y experiencias nuevas. «Soy un culo inquieto, sí», afirma esta mujer que se dedica al mundo del espectáculo y al maquillaje de cine y teatro, además de gestionar una «pequeña» marca de ropa.

Fue precisamente durante su estancia en Barcelona cuando un amigo le volvió plantar el VIH, del que había intentado no acordarse, delante. «Un día me miró a los ojos y me preguntó si estaba medicándome. No entendía cómo lo había sabido. Le pregunté y me explicó que su pareja llevaba 35 años», indica. En Barcelona se puso en contacto con la ONG Stop Sida, para colaborar como había estado haciendo en su país.

Menos excusas y más condones

Menos excusas y más condones

«Hace ya mucho tiempo que tengo carga viral indetectable, es decir que el riesgo de contagio es cero», indica esta mujer que explica que en los años que lleva siguiendo de forma estricta el tratamiento se lo han cambiado dos veces. Una de ellas, detalla, por problemas óseos. De hecho, la osteoporosis es uno de los efectos secundarios más habituales de los retrovirales. Está muy concienciada con la medicación y los controles. Y muy implicada con el activismo para evitar que otras personas de su «comunidad» se infecten con el VIH. Siempre tiene preservativos a mano. Los reparte. «A ver, no hay excusa para no utilizar un condón. Los hay de todos los tamaños, gustos, formas y colores», indica. Recuerda que también está la profilaxis preexposición al VIH, que se administra a personas en riesgo de estar en contacto con el virus y que, desde el pasado 1 de noviembre, el Ministerio de Sanidad aprobó financiar. En estos momentos, la sanidad pública balear está adaptando los protocolos que tenía medio redactados para su prescripción para adecuarlos a la normativa estatal.

Ella, aunque reconoce que es «maravilloso» que tanto la profilaxis como los medicamentos que eliminan la carga viral permitan mantener relaciones sexuales sin protección a quienes quieran hacerlo, sigue defendiendo el preservativo. «Nunca se sabe», afirma.

Su único miedo respecto a la enfermedad es, ahora, el social. La gente. Contarlo. Dar la cara. «Quiero preservarme, no tengo por qué exponerme», indica. Sólo lo sabe su gente. Y la muy cercana. No se lo ha dicho, siquiera, a su familia. «¿Para qué? ¿Para que se preocupen? Si aún estuvieran cerca... Pero están lejos. ¿Para qué?», señala. No se lo explica tampoco a los hombres con los que tiene una relación eventual, que no va más allá. «Yo me cuido y él se cuida», indica antes de recordar que, sin carga viral, es imposible transmitir el VIH.

Ella no ha experimentado rechazo de ninguna pareja cuando se lo ha comunicado, pero conoce a otras personas que sí. Como una de sus amigas transexuales que vive en la Península: «Tenía una carga viral indetectable y llevaba la medicación y los controles a rajatabla. Se cuida muchísimo. Yo fumo y me emborracho, pero ella no. Ni fuma ni bebe y vigila lo que come. Se enamoró perdidamente de un chico y a los dos meses le explicó su situación. Se asustó y la culpó. No habían tenido ninguna relación sin preservativo, pero le echó la culpa igual. La hizo sentir mal. Rompieron. Si una persona no te acepta, mejor tenerla lejos».

Ahora, cuando su trabajo la deja, colabora con Médicos del Mundo para ayudar a otras transexuales que también son seropositivas o para evitar que lo sean algún día. También para concienciar sobre la identidad sexual y para reclamar recursos para quienes se encuentran en pleno tránsito. O a punto de comenzar. «No hay ningún endocrino aquí especializado en cambio de sexo», apunta antes de recomendar a la gente «que lea» para aprender y entender. Ella lo hace. Y lo hacía. Recuerda, de niña, echar mano del diccionario y la enciclopedia del salón cuando no sabía algo, como le inculcaron su padre y su madre. Esa que no sabe, aún, que su hija está diagnosticada de VIH, que está lejos, y con la que habla «muchas veces al día».