El madrileño Fernando de Castro (1896-1967) fue uno de los más jóvenes y más destacados discípulos directos de Santiago Ramón y Cajal, y alcanzó el zénit de su carrera científica entre mediados de la década de 1920 y nuestra Guerra (In)Civil estudiando la estructura de los ganglios del sistema nervioso periférico y, sobre todo, describiendo por primera vez quimiorreceptores arteriales que informaban al Sistema Nervioso Central de los cambios de composición de la sangre, descubrimiento por el que el fisio-farmacólogo belga Corneille Heymans obtuvo el Premio Nobel en Fisiología o Medicina 1938: la Real Academia Sueca, que concede el premio, no recibió ese año la nominación para De Castro, pero aún así discutió intensamente la pertinencia de un premio compartido entre el belga y el español€ si es que éste estaba aún con vida, pues Madrid era frente de batalla desde noviembre de 1936 y en Estocolmo sabían bien de los casos más destacados entre los miembros del Instituto Cajal que habían abandonado Madrid, como Pío del Río-Hortega, que había recibido su segunda nominación al Premio Nobel en 1937 por profesores de la Universidad de Valencia, aunque él se encontraba ya en París, la primera etapa de su exilio científico. Después de la guerra y, sobre todo, tras la muerte de Francisco Tello, Fernando de Castro se había convertido en la persona que intentaba mantener el pálpito de la Escuela de Cajal en España, y fue en esa etapa de su vida cuando, por vía filial, tomó contacto con las Pitiusas, sobre todo con la isla de Ibiza.

Llegada en 1956

Y es que en 1956, su único hijo, el escritor Fernando-Guillermo de Castro (1927-2014), había recalado por primera vez en la isla, en la que se instaló poco después y en la que vivió de forma continuada durante casi una década, aunque mantuvo vinculación activa hasta que enfermó definitivamente, apenas unos años antes de su muerte. En aquel tiempo, de Castro hijo estableció multitud de amistades entre los artistas extranjeros instalados en Ibiza, el gran dibujante ibicenco Antonio Marí Ribas Portmany, y diversos otros personajes nativos y foráneos de la isla en las décadas de 1950 y 1960. Todo ello lo ha contado con su exquisita prosa y abundante documentación en su libro 'La isla perdida', publicado por la Editorial Mediterrània-Eivissa en el año 2000.

Allí describe cómo el gran neurobiólogo que fue su padre compró, junto a la marquesa de Nájera y de Donadío, María Fernández de Liencres, y su hijo, en 1961, la colina conocida como el Puig de s'Argila, en el término municipal de Sant Josep de sa Atalaia, desde el que se contemplaba la bahía de Sant Antoni de Portmany (al Norte), la cercana Cala Bassa (apenas distante 300 metros por el camino que lleva a la Torre d'en Rovira), la isla de sa Conillera, las playas de Comte con s'Illa des Bosc y, a Poniente, el archipiélago de las Bledes, que acoge una de las puestas de sol más soberbias del globo terráqueo. Según cuenta su hijo, Fernando de Castro visitó tres veces la isla de Ibiza, una de ellas en septiembre de 1962, cuando quiso conocer la excepcionalidad del terreno co-adquirido.

Siempre se hospedó en el Hotel Ses Savines, situado al Sur del romano Portus Magnus (la bahía de San Antonio) y de aquella visita es de la que más noticia nos ha dejado su hijo, que describe la primera excursión al Puig de s'Argila en el pequeño llaüt motorizado del húngaro instalado en San Antonio, Miska Koczisky, excelente amigo de Fernando-Guillermo de Castro. El vendedor del monte, Pep El Estudiant, había desbrozado, ex profeso para esta visita, una senda en el cerrado sotobosque desde Cala Bassa, rutilante y solitaria en uno de esos días rutilantes del septiembre pitiuso. Escribe De Castro hijo:

«Regresamos a San Antonio en el llaüt de Miska, naturalmente. Me producía un sentimiento de ternura contemplar a mi padre con su camisa blanca, de popelí; con corbata, con su traje negro de alpaca (todavía guardaba luto mi padre). Se había quitado la chaqueta, pero no se arremangó las mangas de la camisa, cuyos puños dobles cerraban unos sencillos gemelos de oro. Mi padre, en años de juventud, había sido un gran deportista: fue de los primeros esquiadores de la Sierra de Guadarrama -miembro fundador del Club Alpino- y esforzado escalador, también [€] Navegábamos por la bahía de San Antonio, costeando, cuando a Miska se le ocurrió sacar unos volantines. Era el crepúsculo, marchábamos entre dos luces. Apenas echamos las artes al agua, comenzaron a picar peces. Tiraban como si fueran truchas. Se trataba de llampugues.

—¡Ahí abajo, tenemos un banco!-, gritó, lleno de alegría, Miska.

—Cobrad rápido y tirad de nuevo el aparejo, que seguirán picando enloquecidas -añadió-.

Mi padre se aplicaba con entusiasmo a la tarea de la pesca. Como sacaba un pez tras otro, me miró risueño [€]. Las llampugues salían del agua colenado con fuerza, rutilantes, preciosas, parecían de plata de luna. Ahora bien, en seguida se apagaban, se tornaban de color oro viejo, mate. En los ojos circulares se les desbordaba la muerte, perdían la translucidez de la vida y quedaban, así como ojos saltados, con una bolita blanca, dislocada, dentro de la pupila dorada, redonda.

Aquella noche, en s'Olivar, mi padre, Miska y yo cenamos llampugues al horno. Nos las preparó Vicente, el encargado y cocinero de s'Olivar, con muy buena mano. Marita Nájera apareció a los postres; al saludarla, percibí que su piel olía a menta». Fernando de Castro acabó conociendo casi toda la isla y visitó también Formentera. Le gustaba aquella Ibiza todavía virgen, aunque siempre de traje y corbata, su elegante y espigada figura no acababa de integrarse en el ambiente isleño, mucho más relajado que el de la capital de España. Mi padre, Fernando-Guillermo de Castro, nunca descartó completamente que a mi abuelo, Fernando de Castro, se le pasase por la cabeza retirarse al Puig de s'Argila al final de sus días; muy reservado, enfermó en el verano de 1966, recién jubilado de su cátedra en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense y, también, de su puesto en el Instituto Cajal, y murió el 15 de abril de 1967.

No tuvo, por tanto, apenas tiempo para meditarlo. Lo cierto es que los tres propietarios, primero, y Nájera y mi padre, después, evitaron que ese monte y su soberbia localización albergase un hotel (sendos grupos, uno suizo y otro luxemburgués, intentaron convencer a los dueños de venderlo con ese motivo mediada la década de 1960 y apenas diez años más tarde, respectivamente) pero, tal y como le pasó al industrial catalán Sans Mora con los extensos terrenos que compró (toda la costa desde el Port des Torrent hasta Platges de Comte), en épocas posteriores sufrieron de la creciente inseguridad jurídica que invadió la isla desde mediados de la década de 1990: nunca construyeron allí los chaletitos que soñaron para disfrutar del espectáculo y la naturaleza de aquella costa. Pero eso es otra historia€