La entrada de Can Verdera está flanqueada por unos revisteros y, al otro lado, por una vitrina encajada en la puerta de madera que expone miniaturas de coches y motos. Damià Verdera, nacido en 1981, recuerda cómo los miraba con cara de pena cuando acompañaba a su padre a hacer caja y cerrar. También ponía ojitos ante los cromos Panini, porque si se portaba bien, se llevaba algunos para completar su colección de fútbol o de dibujos animados. (Mira aquí las imágenes)

Julià Verdera nació 31 años antes que Damià, el hijo de su primo, pero compartía esa misma sensación en su infancia ante la cantidad de tebeos o novelas de Marcial Lafuente Estefanía que tenía a su disposición en su niñez. El negocio familiar nació en 1871, cuando Josep Verdera Ramon, que luego se convertiría en alcalde de Vila, compró una imprenta con la que empezó a editar El ibicenco y La Peladilla.

«Yo recuerdo cuando venían los militares a imprimir su hoja informativa con nuestra infraestructura», explica Julià, «pero nos dedicábamos principalmente a los bloques de facturas y, en los últimos años, a las estampitas de bautizos, bodas y comuniones». En 2005 cerró la imprenta, que se encontraba en el local colindante de la calle Guillem de Montgrí, pero ya hacía mucho tiempo que el negocio se había ampliado con las más variopintas actividades.

El hijo de Josep Verdera Ramon, Julià, y luego los tres hijos de este, Vicent, Pep y Manuel, convirtieron Can Verdera en un foco de difusión comercial al que recurría cualquier persona interesada en introducir algún producto en Ibiza, como representantes de «Mobylette, carritos de bebés o máquinas de coser o de escribir, porque también se daban clases de mecanografía en el piso de arriba».

También se reparaban plumas e incluso se cargaban los bolígrafos Bic. «Mi padre [Manuel] se los llevaba a casa para arreglarlos», explica Julià mientras detalla cómo se introducía una aguja larga por la mina para sacar la bola e inyectar tinta. También se ríe al recordar la anécdota de un cliente que, al ser informado de que su pluma estilográfica tardaría unos días en ser reparada, se llevó el tapón para seguir colgándolo del bolsillo de su camisa.

En esos años, Can Verdera contaba con una zona de bellas artes en la entrada de la tienda. Allí compraban su material buena parte de los pintores de la época, como Vicent Ferrer Guasch o Elmyr de Hory, el mayor falsificador de cuadros de la historia. Los mostradores donde se guardaban los pinturas y el resto de utensilios para los artistas ahora son librerías donde se exponen, principalmente, libros de temática local. Entre ellos, 'Història d' Eivissa i Formentera' de Antoni Ferrer Abárzuza, Benjamí Costa y Felip Cirer, el libro que pide la clienta que acaba de entrar.«Molts anys a tots!»

«Molts anys a tots!»

Fina Marí ha pedido este libro para un regalo, pero primero felicita efusivamente y se sorprende al ver a Julià y Damià. Las dos ramas de la familia Verdera, propietarios de hoteles en ses Figueretes, se turnan para abrir y cerrar el local, además de hacer caja y llevar un control del negocio, pero tras el mostrador atienden Rosa Torres, desde hace 37 años, y, desde el 2000, también Verónica Guasch.

Inicialmente, la clienta trata de usted a Damià, al que no reconoce por estar de espaldas. «Pero si hacía más de dos años que no te veía, me has hecho emocionar», exclama Fina. «Ella es historia del barrio, tenía la verdulería ca na Fina que había aquí delante», aclara Damià.

La antigua vecina se dirige al apartado de los libros locales y trae un ejemplar de 'Gent de la Marina d'Eivissa', obra de José Manuel Piña, cuya familia regentó una joyería en la cercana calle de la Xeringa, y del fotógrafo Vicent Marí, criado en el bar Can Rafal, que se encuentra al cruzar la esquina en la calle Bisbe Torres. 'Fina de ca na Fina' es uno de los capítulos de este homenaje al histórico barrio de Vila. Su protagonista lo muestra con una mezcla de orgullo y nostalgia, pero rápidamente se contagia del ritmo de la charla.

«Aquí también vendían billeteros y petacas», recuerda Fina, «y fil de cuca para pescar, que en castellano se dice nailon», añade Julià. «¿Quieres ver cosas antiguas? Mira aquí», invita Rosa al abrir un cajón del mostrador. Es un túnel en el tiempo con plumines, portaplumillas o gomas Milan que se remontan a tiempos del NO-DO, aunque hay otras más recientes que no traen buenos recuerdos a Damià.

Enseña una que lleva impresa la marca y el modelo, Milan 430. «Yo soy del Barça y, en el colegio, me borraban el tres para que quedara Milan 4-0». Era 1994 y el Barça acababa de perder en Atenas la final de la Champions League por este resultado ante los italianos.

Retorno a la infancia

Retorno a la infancia

Otro cajón guarda colecciones de lápices antiguos, entre los que destacan los más populares, que estaban decorados con las tablas de multiplicar. «Ostras, yo iba a Sa Graduada y, en tercero, doña Maria de can Rich me dio una colleja cuando me pilló mirándolo en un examen», se ríe. Hasta hace pocos meses, Maria regentaba con su hermano la pequeña tienda de sandalias y loterías de la calle Comte Rosselló, entre la Marina y s'Alamera. «También me riñó porque iba a clase sin los Cuadernos Rubio, cuando los vendíamos en la librería», recuerda con cariño.

«Esto es como un centro social para los vileros y lo seguimos manteniendo por estima a nuestros orígenes y a nuestra familia», admite Damià. «La librería hoy en día no supone un beneficio económico, pero nos da un beneficio moral que, muchas veces, es más importante», sentencia.