Cuando proponíamos un guateque a nuestro circunspecto progenitor, invariablemente nos mandaban a negociar con nuestras madres que en estas lides tenían la última palabra. Afortunadamente, ellas estaban siempre en la higuera, convencidas de que lo nuestro era un bailongo de andar por casa y con mucho menos peligro que las boîtes que tenían como lugares de perdición. Era el caso de ´La Oveja Negra´ o ´La Cueva´, en Ibiza, o la ´Isla Blanca´ y ´La Bolera´, en San Antonio. «En casa, ya se sabe, los chicos están recogidos -comentaban con sus amigas- y sabemos lo que hacen». Pero lo cierto es que no lo sabían. La estrategia de los guateques era sencilla, pero muy elaborada. Se trataba de seguir a rajatabla tres pautas que demostraron ser infalibles.

En primer lugar, conseguir que los sandwiches disimularan el alcohol que mezclábamos a chorro con un tinto peleón, limonada o cualquier otra bebida dulzona y gaseosa, mejunje que si entraba bien, tumbaba mejor; en segundo lugar, era imprescindible actuar con nocturnidad, arrancar la fiesta con las últimas luces y dejar que la complicidad de la noche nos ayudara con sus sombras; y por último, convenía empezar la fiesta con músicas rápidas y estridentes que permitieran romper el hielo y nos cansaran el esqueleto -twist, yenka, charleston, rock-and- roll, foxtrot, cha-cha-chá, etc.-, para seguir con piezas melancólicas y lentas que, con el pretexto de darle un descanso al body, nos permitieran bailar agarraos, es decir, pegados como lapas a la compañera de turno.

Besos furtivos

Fueron días de besos furtivos y de felices tocamientos que luego teníamos que declarar en la fiscalía inevitable del confesionario, a poder ser, de un cura sordo. Hoy, en nuestra memoria, aquellas fiestas son como una película que recordamos con un punto de nostalgia y ternura. Después, en los años cincuenta, la CBS sacó al mercado el long-play o disco de larga duración que, en vez de girar como el más antiguo, de 78 revoluciones por minuto, lo hacía a 33 sobre carriles más finos que llamábamos ´microsurcos´. Fue cuando tiramos a la basura por inservibles los viejos gramófonos de nuestros padres y compramos un revolucionario artilugio que inundó el mercado, el pick-up, el mejor aliado que tuvimos en nuestros inflamados combates amatorios.

En nuestra pandilla, tuvimos tres casas para refocilarnos con las amigas del alma. Una era el chalecito de ´las Cañadas´, en la avenida de Ignacio Wallis, junto a la clínica del doctor Alcántara, ya desaparecida, donde tres amigas catalanas y su hermano Fernando pasaban los meses de verano. La segunda pista de baile la tuvimos en el edificio de Obras del Puerto, frente al Martillo, donde Enrique Alonso Palomo, hijo del ingeniero de caminos, canales y puertos y compañero de pupitre en el instituto, nos facilitaba una terraza con vistas sobre la bahía, que era un excelente escenario para nuestras ingenuas fechorías. Y el tercer ámbito de jarana -el mejor de los tres, con diferencia- estuvo en el chalet que otras tres hermanas catalanas, las Cava de Llano, tenían en Talamanca. Allí el proscenio era insuperable con la playa al pie, la luz de la luna que rielaba en el agua y la plataforma de baile adornada con débiles farolillos de verbena.

Sonoro tortazo

El éxito estaba cantado, eso sí, siempre que no pilláramos una melopea y quedáramos -cosa que solía ocurrir- fuera de juego. Dicho así, parece que los chicos éramos unos desalmados, gente canalla, pero nada más lejos de la realidad, porque las chicas no tenían un pelo de tontas y dominaban el arte de colocar el codo sobre nuestro pecho a guisa de infranqueable parapeto. Y si no bastaba, nos llegaba un sonoro tortazo.

La prueba, en todo caso, de que aquellos ligues eran menos malos que nuestras primarias intenciones la tenemos en el hecho de que en aquellos guateques -en los que bailábamos con todas, pero sobre todo con una, nacieron parejas que hoy tienen nietos. Así que bien está lo que bien acaba.

Aquellos ingenuos y festivos encuentros nos recuerdan las canciones y voces que entonces nos hacían soñar. En el tocadiscos se sucedían Los Cinco Latinos, José Luis y su guitarra con ´Mariquilla´, los Platters con ´Only you´ y ´El humo ciega tus ojos´, Karina, Marino Marini, Renato Carosone que cantaba ´Maruzella´, ´Piccolisima serenata´ y ´Torero´ que era un divertido cha-cha-chá. El Dúo Dinámico, Manuel de la Calva y Ramón Arcusa, a los que conocimos en Ibiza cuando actuaron en Mar Blau, que nos encandilaban con ´Hello, Mary Lou´, ´Oh, Carol´, ´Perdóname´ y ´Quince años tiene mi amor´. Doménico Modugno cantaba su histórico ´Volare´ que arrasó en el festival de San Remo y de Francia nos llegaba Edith Piaf con ´Milord´ y ´Je ne regrette pas´, mientras Gilbert Bécaud nos mecía con ´Maintenant´. Para entonces, si no teníamos a nuestra compañera de baile en el bote, se imponía cambiar de pareja.