Julia no levanta la cabeza de su labor, una tira de punto de cadeneta, a pesar del barullo que hay en el merendero de Cala Llonga. Sentada en la casita de la zona infantil enlaza un punto tras otro del ovillo azul que descansa sobre sus rodillas. «Es nuestra ganchillera más joven», apunta Alba Esteva, profesora de labores y organizadora de la Crochet Picnic Party que sirvió ayer como presentación del grupo ´Ganchilleras de Ibiza´.

La madre de Julia, Nuria López, es una de las cerca de 30 mujeres (de momento no hay ningún hombre) que integran el grupo. «Julia ha aprendido con su abuela, Lucila», explica Nuria mientras la pequeña busca algo entre las bolsas. Al cabo de unos segundos muestra, sonriente, su Barbie. Lleva un vestido y un gorro de punto blanco con vivos en rosa. Su abuela y ella han confeccionado el vestido. «No es difícil», afirma la niña.

Alba y su chico, que aún no es víctima de la fiebre del ganchillo, colocan en el parque ovillos, bolsas de tela, agujas, coloridos pompones de papel y bastidores. Las ganchilleras ya han llenado la mesa con pasteles, galletas y cocas. Todo casero. La mayoría andan descalzas por la arena, sobre la que extienden pareos antes de sentarse a darle a la aguja.

Alba asegura que el ganchillo es casi una meditación. Te obliga a parar. A concentrarte. A pensar solo en el punto que estás haciendo. La mente se queda en blanco más allá de la lana, el perlé o la tela. «Mientras estás con esto no piensas en la bronca que te ha pegado el jefe o en los problemas que tienes en casa», asegura. Ella, que ahora dedica su vida al ganchillo, aprendió con su madre, aunque esta última era un poco reticente a enseñarle. «No quería porque eso de enseñarle labores a una hija... Pero a mí, ya de niña, me hipnotizaba», explica Alba, que destaca la cada vez mayor importancia que tienen en España las cosas hechas a mano.

Una moda que, además, asegura que sirve para tomar conciencia del consumo responsable. «Compras los materiales y te das cuenta del valor de las cosas. Te hace plantearte cómo es posible que algunos establecimientos vendan tan barato cuando sabes lo que te cuesta a ti», comenta.

Marta Vázquez, una de las primeras ganchilleras (por antigüedad) del grupo confiesa que apenas compró regalos de Navidad el año pasado.

«Hice cuellos de lana para todos, les encantaron», comenta. Ella llegó al ganchillo hace más de medio año en busca de una nueva manualidad y se ha quedado «enganchada». Asegura que, aunque a veces las cosas no quedan exactamente como las había pensado, no es nada difícil.

La aguja mágica

Eso mismo opina Bea Bellido, que anda peleándose con una alfombra de trapillo (ganchillo XXL que se hace con tiras de tela) para el probador de su tienda, cercana a Vara de Rey, donde todo lo que vende está hecho a mano y que ha servido de sede para alguno de los cursos de Alba.

«Se levanta un poco de los bordes», comenta mostrando la pieza, rosa fucsia y gris. Su próximo reto será bordar una bolsa con la aguja mágica, que la tiene fascinada. Esta misma técnica está aprendiendo ahora Yolanda Pérez, una de las últimas seducidas por el ganchillo que ha entrado en el grupo. Comenzó hace un mes y ahora confiesa que es incapaz de «soltar» el gancho. «Más allá del relax, es muy gratificante ver que estás haciendo algo con tus manos», comenta la profesora, a la que algunas de las ganchilleras tienen pensado hacerle una propuesta: cambiar el té que acompaña sus sesiones por unos mojitos.