En sa Conillera hubo cabras, aunque desaparecieron sin que nadie sepa seguro el motivo. Alguien del público sugirió que un barco militar americano se hizo con todas para alimentar a la tropa. Hoy la habitan unos lustrosos conejos, que dan nombre al enclave, pero los animales que más impresionaron a Carmen Ribas, hija de Toni de Can Vinyas, uno de sus últimos fareros, son las enormes ratas. «De noche no podías salir», recordaba con un respingo, en la conferencia organizada por el personal de las Reservas Naturales de es Vedrà, es Vedranell y los islotes de Ponent elñ pasado mes de marzo para que las familias de los últimos fareros explicaran cómo era la vida, pendientes de que la luz nunca se apagara en sa Conillera.

Y es que los roedores, por lo visto, tienen un tamaño tan descomunal que el desaparecido Francisco Fernández, Paco des Faro, alguna vez los confundió con conejos, según su hijo Lluís. Porque los cazaban, a los conejos, y para su técnica resultaba vital la intervención del propio faro: «Siempre tirábamos las sobras en el mismo sitio», delante de la ventana con orientación sur, y esperaban «a cuando pasaba la luz del faro» para ver si había alguna presa. Las cobraban por dos métodos; si los querían vivos, tiraban desde la ventana de una red tendida previamente que les atrapaba las patas o, en caso contrario, les descerrajaban un tiro. Y con la tenue luz de la linterna no era fácil adivinar lo que se había cazado.

Incluso hubo una mula. Al menos Esteban Costa, hijo de Pep des Botafoc, recuerda que su abuelo, también farero, así se lo contó. El animal tiraba del carro con los víveres y suministros desde el pequeño puerto por los casi tres kilómetros de cuesta que hay hasta el faro. Pero en los años 50 el animal desapareció, y del carro tiraban entonces los fareros, recordaba Antoni Rosselló, hijo de Toni de Can Coix, hasta que Toni Vinyas, se llevó su moto al islote. Le adosaron un remolque y con ella se acabaron las palizas con la carga. «La dejaba en la isla para los fareros», incluso cuando él estaba en Ibiza, recordaba su hija. No sería hasta avanzados los años 60 que el Ministerio de Obras Públicas se hizo cargo de la situación y destinó a sa Conillera un motocarro, relevado del servicio en 2010 y retirado de la isla el año pasado, reapareció, restaurado y sin corrosión, en la reciente feria de motos clásicas de Santa Eulària.

Luis disfrutaba tanto en sa Conillera que a la que podía se iba para allá, incluso si no le tocaba turno a su padre. Afirma que incluso aprendió a caminar en la isla. Le enseñaron «los soldados» que había destinados en un pequeño retén en el islote, dos o tres, «después de la guerra».

Para pasar el rato, él se inventaba juegos tan pintorescos como el que practicaban en una terraza de cemento orientada a la tramontana: «Nos dejábamos picar por los mosquitos, a ver quién mataba más».

Rosselló, por su parte, da gracias a la ensaladilla rusa, por las latas. Con ellas se hacía coches y todo tipo de vehículos: «Las de atún, más redondeadas, iban mejor, las de sardinas cortan menos el aire», rememoraba. También miraban por el catalejo a ver quién salía de la isla o se dedicaban a contar barcos.

A menudo recibían la visita de amigos y familia de la isla mayor, comían bajo las sabinas y hacían «xacota», recordaba Paquita, la hija de Vicente Mayans. Y tampoco en sa Conillera se libraban de los turistas, que traían dos vecinos de Portmany en barca y pasaban el día con ellos, comiendo el pescado que capturaban los fareros.

Los chavales vivían en la isla solo en verano, cuando los fareros se podían llevar a toda la familia con ellos. El resto del año, sus padres se iban solos al faro durante la rotación que les tocaba -cada 15 días en los años 60- y mantenían el contacto por radio con la familia.

Paquita, hija de Vicent Mayans, recordaba la estancia del faro de ses Coves Blanques donde estaba la emisora, y que «muchas veces no funcionaba». Por eso cada familia desarrolló su propio código de pitidos, toques y crujidos para saber cómo estaban las cosas por el islote. «Da dos toques si tenéis comida, uno si estáis bien», ponía como ejemplo.

Antonia, viuda de Pep des Botafoc, relató que sus suegros -él también era farero- tenían pactada cierta hora del día para que él oteara hacia Sant Antoni. Si en la costa veía un fuego «es que había pasado algo importante y tenía que venir», cogiendo el llaüt al día siguiente.

Se llevaba un registro exhaustivo de todo, incluso el combustible para los quinqués se debía detraer del suministro de petróleo para el faro y llevar la cuenta exacta de lo que se gastaba. «Si un plato se rompía, había que anotarlo», explicó Paquita, con vistas a su reposición. «Y guardar los trozos por si venía una inspección a comprobar» que efectivamente se había roto un plato, apostilló Antonio Rosselló, que lamenta no haber hecho copia de los elaborados registros meteorológicos o de intendencia que llevaba su padre.

Gracias a sus recuerdos, los asistentes que abarrotaron la sala del faro de ses Coves Blanques se pudieron hacer a la idea de cómo evolucionaron las condiciones del servicio y de las familias de los fareros, pendientes siempre de que no se apagara la linterna, hasta que la tecnología hizo innecesario vivir ya en la isla para controlar el faro. «Tras comprobar el cierre de puertas y ventanas con desarrollo satisfactorio», reza la anotación de 15 de diciembre de 1971, se marchó de sa Conillera su último residente.