Hace tiempo que quería dedicarle unas notas al prodigioso daguerrotipo que acompaño y que Beni Trutman obtuvo en Formentera. La mujer mira al fotógrafo y sonríe, consciente de la divertida escena que proporciona el formidable verraco. Vivo ejemplo de la animalidad, si el porcachón tuviera cuernos nos recordaría al Minotauro. Una cosa está clara, de ´animal de corral´ tiene poco y, por sus tremendos colmillos y sus desmesuradas pezuñas, más bien parece un jabalí. Únicamente su pacífica mirada y el extraño flequillo que sobre su testa proyectan los pelos de sus orejas suavizan una estampa que, de por sí, resulta imponente y primitiva. Y del bicho desconcierta también su gigantismo. Ignoro si el suelo de la cochinera quedaba sobreelevado, pero no lo parece si, a tenor de su enorme corpachón, tenemos en cuenta lo que vemos y lo que no vemos.

Durante siglos, el cerdo ha sido en nuestras islas una tabla de salvación que aseguraba la despensa para los meses, entre noviembre y marzo, en los que la tierra duerme y el campo no tiene cosechas. La actual regulación sanitaria y la vida que hoy hacemos han reducido drásticamente las matanzas que en tiempos hacían todas las casas en el medio rural y eran para cada familia y su vecindario una verdadera celebración. En cualquier caso, quienes peinamos canas recordamos aquellos días felices, temps de matances, que arrancaban por San Martín, 11 de noviembre, cuando era frecuente oír la formidable verraquería de gruñidos que, con justificado motivo, daban los cerdos sacrificados. En la ciudad, en Vila, no éramos en absoluto ajenos al espectáculo tremendo de la cuchilla y la sangre, pues recuerdo bien las degollinas que se hacían en una acera de Vara de Rey, en la calle de Emili Pou y en el rincón que queda detrás de la vieja Peixateria, junto a la muralla. Aunque conviene advertir que aquellas sarracinas urbanas que veíamos en plena calle, más que matanzas eran actos de carnicería, un trámite que las chacinerías ejecutaban sin miramientos y con profesionalizada eficacia para abastecer el consumo de la ciudad. Las matanzas rurales, en cambio, además de cubrir una necesidad familiar, eran una antiquísima tradición y también una fiesta, tenían otras resonancias que venían de muy atrás. Para mí tengo que, antiguamente, pudo ser un sacrificio ritual que, con el paso de los siglos, fue perdiendo su significación sagrada.

En los santuarios y templos del mundo antiguo -tenemos que remontarnos a los pueblos fenicios, griegos y romanos- muchas de las ofrendas que se hacían a los dioses eran animales que los sacerdotes sacrifican en el ara, repartiéndose después la carne entre los fieles. La palabra ´hecatombe´, por ejemplo, proviene del sacrificio de toros que, en festivas celebraciones, se prolongaban durante varios días.

El sacrificio ritual, en casi todas las religiones, era una forma de sublimar la matanza, un hecho extraño porque, a ciencia cierta, no se sabe por qué razón tuvieron los dioses querencias tan sanguinarias. Sorprende comprobar, por ejemplo, que los primeros versículos del Génesis ya nos incitan a la matanza: «Caín hizo a Yahvéh una oblación de frutos del campo mientras que Abel la hizo con los primogénitos de su rebaño». En otras palabras, el que usa la cuchilla no es el malo de Caín sino el bueno de Abel y, sin embargo, Yahvéh prefiere la sangre a las berenjenas.

Caín no pudo entenderlo, perdió la cabeza y mató a su hermano. Tal vez pensó que si a Yahvéh le gustaba la sangre, ninguna más preciada que la de Abel.

El caso es que así de mal empezó esta tremenda historia de los ritos sacrificiales que los israelitas repitieron después con el cordero pascual para protegerse de las iras de Yahvéh, que enviaba a sus ángeles con espadas alzadas para castigar a quienes no cumplieran con la devoción ritual. Afortunadamente, el cristianismo, más contenido y civilizado, se ha conformado con el simbolismo que hoy tenemos en el sacrificio de la misa, afortunadamente incruento. Siempre es mejor la oblea y el vino, que la carne y la sangre. Lo que vengo a decir es que, posiblemente, de aquellos ritos sacrificiales en los que los fieles se beneficiaban de la carne en lo que era una auténtica fiesta, nos viene el sacrificio doméstico del cerdo, que perdió su sacralidad y retuvo sólo la económica función de alimentar a los oficiantes, además de amigos y conocidos. Es lo que vemos aún en las matanzas, cuando se invita a los vecinos que participan en todas las operaciones del sacrificio que, en contra de lo que puede parecer, están perfectamente pautadas y tienen una jerarquización perfectamente definida. El dueño del animal lo arrastra desde el corral a la mesa sacrificial, estirando del gancho que le atraviesa los hocicos o la papada, aunque también puede hacerlo levantándolo por las patas traseras y así llevarlo como si fuera una carretilla.

Matarife

Mención aparte merece el matarife que, experto con la cuchilla, la hunde en la carótida del animal y lo degüella, mientras alguien recoge la sangre que, por supuesto, también se aprovecha. La víctima es pasada después por el fuego, «socarrimat amb argelaga, operació que elimina la bruticia i els pèls de la pell, a més d´aconseguir un excelent gust en la cansalada». Raspado y bien lavado el animal, se le decapita -patético momento-, se le abre en canal y ya puede trocearse, separando la carne magra de las tripas, el tocino y los huesos. Generalmente, terminan la operación las mujeres que elaboran, después de limpiar y coser los mondongos, las butifarras y las sobrasadas. Es el momento en que la alegría aparece en todos los rostros porque el animal es ya vianda. En todo caso, el cerdo, en tanto que víctima, ha sido el verdadero protagonista, el centro de la celebración, que termina con un banquete asimismo ritual de los concelebrantes, y que era, todo a un tiempo, comida y cena, un merecido y festivo epitafio para tan solemne y plástico ceremonial, que se prolongaba hasta bien entrada la noche. Como me comenta un amigo, «quan havíem sopat, per passar la vetllada contàvem acudits de caire picant, fèiem gloses i bromes, cantàvem i, si sortien sonadors, també ballàvem».