Pero existe también una segunda imagen popular creada por rumores y corrillos que, dejando de lado al personaje, el archiduque, se ha interesado más por la persona, por las turbias entretelas de Luis Salvador que propagaron sus sirvientes y los payeses de Miramar que lo tenían por un ser esperpéntico, caprichoso y de costumbres licenciosas. El caso es que los documentos que estos últimos años han salido a la luz -especialmente la correspondencia que mantuvo con sus amantes- han permitido reconstruir una biografía sicalíptica y sorprendente que conviene conocer, no solo para humanizar y desmitificar al personaje, sino para no falsear su realidad.

Sabemos que su gran amor fue Catalina Homar, una payesa mallorquina vital y despabilada que se dejó querer por ambición y por ayudar a su familia, y que, conocedora de las debilidades del príncipe, obtuvo de él lo que quiso: se convirtió en ´sa madona de s´Estaca´, casa del más puro estilo siciliano que el archiduque construyó en los viñedos que bajan a sa Foradada; acompañó en sus viajes a su alteza que, a su vez, como prueba de su devoción, le dedicó una de sus obras más líricas y vehementes, ´Catalina Homar von erzherzog Ludwig Salvator´, un libro que provocó tal escándalo que tuvo que ser requisado. Catalina era hija de un carpintero de Valldemossa, mestre Miquel Homar, y era solo una niña cuando el archiduque le echó el ojo: «Hacia el mediodía, la hija de Mestre Miquel lleva la comida a su padre en una olla de barro envuelta en un gran pañuelo rojo y después, bajo el sol ardiente, juega con otras muchachas en la era». Años después, el archiduque describe su primer encuentro: «Junto a las rocas de la Foradada, Catalina andaba cantando mientras recogía la sal que dejan los temporales en los hoyos del rompiente. Calló al verme, pero enseguida se me acercó con una abierta sonrisa». Así empezó una turbulenta relación que duró años. Catalina aprende y viaja con su pigmalión que, finalmente, descubre que la moza le engaña con Joan Singala, el apuesto capitán de su yate. El archiduque la despacha entonces a Mallorca y no vuelven a verse. Catalina muere seis años después, comida por la sífilis y alcoholizada.

El archiduque la recordará siempre pero se consuela en su hogar flotante, el ´Nixe´, un orgiástico harén al que llama su «familia». Baste recordar que en el viaje que hace a Tierra Santa, además de Catalina, -antes de que ella le pusiera los cuernos- acompañan al príncipe Eugenia Czermak, checa; Ana Ripoll, joven de Deià de excepcional hermosura que de aquella excursión salió preñada; Carina, una esclava negra a la que liberó y que entre la tripulación dio mucho juego, y una exuberante veneciana que volvió loco a su alteza, Antonietta Lazerotto. Todas ellas competían con sus artes amatorias y se odiaban según fueran los favores del ´sultán´, pero siendo todos y todas infieles con todas y todos, era imposible acusar a alguien de infidelidad. El hecho fue que los escándalos de aquel pío peregrinaje fueron de tal magnitud que, al llegar a puerto, Ana Ripoll matrimonió con Antonio Vives, el libidinoso secretario del archiduque, mientras que la veneciana Lazerotto lo hizo con Bartomeu Calafat, un marinero del ´Nixe´ que tampoco perdía comba.

La conclusión a la que uno llega es que el archiduque tenía una coyunda conejil, desinhibida y a tal extremo natural que, con la misma facilidad, fornicaba y comulgaba. De hecho, muchos años después, muerto ya el archiduque, muchos payeses de sus predios creyeron tener antecedentes habsbúrguicos. Y tal vez los tuvieron. Su principal biógrafo, March Cencillo, no puede ser más explícito sobre su borrascosa conducta: «Luis Salvador se sentía cada vez más irrespetuoso con las campesinas a las que daba trabajo. Si paseaba con ellas por sus tierras y sentía ganas de orinar, eran ellas las que le abrían la bragueta y le hacían las operaciones que fuera menester». Pero no era solo eso, porque por su augusto tálamo pasaron también bellos mozos barbilampiños, caso de Ibrahim Achmet, un joven del que se prendó en Alejandría; Wratislaw Vyborni y su hermano Rudolf, y Francesco Spongia, hijo de un gondolero que se llevó consigo cuando e#ste era todavía adolescente. Don Mario Verdaguer, circunspecto intelectual menorquín que colaboraba con el archiduque como asesor en algunas de sus publicaciones, no duda en calificarle de invertido por su descarada relación con los mozos y las mozas de sus predios.

«´Vols venir a s´Estaca´»

Más aún, cuenta que, cuando le gustaba una muchacha, le lanzaba su sacramental invitación: «Vols venir a s´Estaca?» y si ésta aceptaba, después de gozarla cumplidamente, le daba 500 pesetas que entonces eran un dineral y se la pasaba a sus allegados para que completaran la faena. Ante esta rocambolesca situación, uno se pregunta cómo se le permitían tales desmanes, pero la explicación es sencilla: las extensas posesiones que adquirió el archiduque entre Deià y Valldemossa estrangularon la magra economía de la zona hasta tal punto que algunos payeses solo tenían el trabajo que su alteza les proporcionaba en sus viñas. Arrimarse a su alteza era sinónimo de sacar tajada y ello explica que, en ocasiones, fuesen las mismas familias las que enviaban a sus hijas o hijos para que ´sirvieran´ a tan noble señor. Estas enjundiosas y lamentables historias darían, en fin, para escribir varios libros. Pero dejémoslo aquí. Y sirva esta alocada zarabanda para ponderar en su justa medida al personaje, sin que ello reste méritos -pues es otra cuestión- al admirable legado que nos dejó en sus escritos.