Son las ´aguas bajas´, las espectaculares bajamares que duran los 12 días en los que el astro nocturno declina. Quienes habitamos las orillas de nuestro viejo mar sabemos bien que la mayor resaca de sus aguas tiene lugar cuando estrenamos calendario. Así que llega enero, el mar se aquieta y retrocede en el fenómeno que llamamos ses minves, un reflujo marino desacostumbrado que conlleva una extasiada bonanza en la que el invierno se relaja. En un interludio de calma expectante, los días, siendo fríos, son limpios, tranquilos y azules. Una quietud silente lo invade todo y, de forma inconsciente, bajamos el tono de voz. Cualquier sonido habitual de los que recordamos -la voz del pregonero, el tintineo de la fragua o la voz que desde un balcón nos avisaba para la cena- adquiría un extraño protagonismo y alcanzaba lejanías. Hablo en pasado porque tales fenómenos, hoy, nos pasan desapercibidos. Cuando yo era niño era algo que esperábamos y celebrábamos, particularmente cuando aquellas encalmadas se daban entre Año Nuevo y Reyes, mientras estábamos aún de vacaciones.

Aquellas calmas eran muy visibles en la escollera, en los muelles y en las orillas muertas de la Barra, pasado el Club Náutico y el Astillero, donde las chalanas, retirada el agua, quedaban varadas, con el culo atrapado en los fangales. Aquella sorprendente huida del agua era particularmente atractiva porque nos dejaba ver lo que siempre estaba sumergido. A menos de medio metro por debajo de la superficie, las paredes de los muelles tenían un pequeño escalón que la bajamar dejaba al descubierto, y por él andaban desconcertados y en seco los cangrejos que solíamos coger por detrás con un salabre, o con las manos si nos apostábamos con paciencia a ras del agua en el peldaño más bajo de las escaleras que entonces había en el puerto. Era como coger ranas en los estanques del Parque. Tampoco era raro que asomara algún pulpo que, más listo, al detectar el menor movimiento, soltaba por sus toberas un chorro de agua y desaparecía muy abajo. Otra ventaja de las encalmadas era que las aguas quedaban como filtradas, cristalinas, con tan increíbles transparencias que nos dejaban ver fondos a cinco metros por debajo de la superficie. En el lado exterior de la rotonda del faro, alcanzábamos a ver con absoluta nitidez los grandes bloques de piedra que daban asiento al malecón, montados unos sobre otros, descolocados, en una geometría sin concierto que dejaba grandes huecos y anfractuosidades en las que los peces desaparecían.

Pescar con caña en aquellas aguas era prácticamente imposible, porque las sombras que proyectábamos desde los muelles alertaba a los peces, aunque nosotros teníamos la ventaja de verles picotear el cebo y, si había suerte, tragarse el anzuelo. La superficie lisa de aquellos cubos de piedra estaba moteada en negro por los erizos que en Ibiza no son eriçons, garotes ni garoinas, sino bogamarins, nombre más lírico y sonoro. Y en las losas que asomaban en la superficie quedaban a la vista infinidad de lapas, coquillas cónicas como liliputienses sombreros orientales, que arrancábamos con una navaja y comíamos crudas porque sabían a mar. Jacques, un amigo francés que había vivido en Marsella, nos dijo que también eran comestibles las huevas de los erizos que en enero estaban especialmente ´llenos´. Alguna vez probamos sus lenguas rojas con sabor a marisco, pero enseguida desistimos porque nunca conseguimos partirlos sin clavarnos alguna púa que, luego, con enorme fastidio, teníamos que sacarnos con una pedestre cirugía. Otro pasatiempo que nos divertía era pescar desde las rocas con fitora, un pequeño tridente con largo mango de madera que, brazo en alto, manteníamos inmovilizado hasta que lo descargamos sobre algún pez beatíficamente amodorrado que, las más de las veces, daba un coletazo y esquivaba el envite. La refracción del agua nos engañaba, pero nosotros perseverábamos y no nos importaba que el pez fuera una salpa y que sus carnes supieran a barro porque el flash de sus escamas y sus rayas amarillas eran una diana irresistible. Y en aquellas insólitas transparencias también nos fascinaban las medusas, irisadas, traslúcidas, gelatinosas, de lentos y espasmódicos movimientos que parecían latidos. A veces, en el banco de piedra que recorre el estrecho paseo del malecón, nos tumbábamos de espaldas sobre las losas calientes y con los párpados entrecerrados, a contraluz, veíamos un calidoscópico baile de colores y estrellas y nos quedábamos dormidos. En aquella felicidad solar, hubiéramos podido esperar el apocalipsis.

Las calmas de enero, en fin, nos ofrecían una imagen del mar irreal, la de una lámina de metal por la que hubiéramos podido caminar. Del encantamiento nos sacaba casi siempre alguna barca que cruzaba morosamente la bahía. Las aguas se abrían como labios y formaban desde la proa una gran ´V´ que enseguida diluía sus leves ondulaciones para recuperar la inmovilidad. El mar era un espejo y quedaba como dormido, como si estuviera fatigado o tuviese una densidad que le diera peso. Estáticas y pasivas, sus aguas oleaginosas parecían más lagunares que marinas. También alguna gaviota rasgaba de vez en cuando su lisura cuando pasaba rasante para coger un pez que se llevaba coleteando entre sus garras. Y luego estaba la luz. Nítida. Blanca. Acerada. Sin el peso canicular del estiaje. Hoy recuerdo aquella luminiscencia como un sueño, aquella luz que propiciaba la abstracción, la contemplación, la ataraxia, los deslumbramientos.