Ansioso por salir de la perrera, Congo tira con fuerza de la correa que sostiene el cuidador Juan Planas. Ladra afónico y se eleva sobre dos patas en cuanto ve a uno de los tres miembros de Ibiza4patas que ayer por la mañana le esperaban a las puertas del Centre de Protecció Animal de sa Coma para darle un paseo, sus únicos 15 minutos de libertad durante esta semana.

Los lunes, miércoles y viernes, de 9.30 a 11.30 horas, los voluntarios de Ibiza4patas acuden a la perrera de sa Coma para pasear al mayor número de animales que pueden. Ayer, los afortunados fueron una quincena, como Neska y su hermana Asia, o Vesta, mezcla de bull terrier y podenco ibicenco que, además, tuvo la suerte de salir dos veces.

De uno en uno, o de dos en dos a lo sumo, Giuseppe Guastella, responsable de la asociación, y Natalia Margaix, su compañera, sacaron a los primeros perros, como el fogoso Lolo, por los alrededores de la perrera, un camino de tierra flanqueado por muros de piedra, olivos, algarrobos y pinos. Eso sí, siempre atados. Guastella reclama, en este sentido, que se habilite un terreno vallado para que al menos puedan correr un rato en libertad: «Los perros no solo necesitan caminar, sino también echar unas carreras. Están ahí metidos toda la semana y estos son sus únicos minutos de libertad», aduce.

Entre los voluntarios se encuentra Luis, diseñador de moda y monitor de tiempo libre que comenzó a dedicar parte de su tiempo a las mascotas del Centre de Protecció cuando hace un par de años se murieron sus dos perros al mismo tiempo: «Es mi terapia, una terapia maravillosa». La recomienda su veterinario a todo el que pasa por el mismo trance, a quienes, de repente, pierden a su peludo compañero de cuatro patas.

Giuseppe y Natalia llegan a la perrera en su caravana, donde viven con tres perros. Uno de ellos es Verdina, un galgo de ocho años tan deprimido que solo se atreve a asomar el puntiagudo hocico cuando abren la puerta y le invitan a salir. En seguida vuelve al interior, tembloroso. Lo han adoptado temporalmente: «Estaba muy flaca, muy triste», explica Natalia. Dentro solo habría empeorado, alegan.

Los animales salen del recinto fogosos, muy nerviosos, desorientados, tiran de la correa como intentando escapar del lugar donde, en muchos de los casos, como Laki, los abandonaron. Acabada la temporada, el dueño de Laki la entregó allí y se fue de la isla: «Se disculpaba alegando que tenía chip y que estaba vacunada. Como si fuera un coche, con todos los papeles en regla», comenta Guastella.

A la vuelta de los 15 minutos de caminata, aun siendo escasos, los canes están más relajados. Al lado de los que aún no han salido, y que no paran de ladrar (afónicos por la tos de perrera que afecta a todos) y agitarse, el contraste es evidente. Lo confirma Juan Planas, que trabaja en el mantenimiento de la perrera y explica que en cuanto vuelven, beben, se echan y descansan en su cubículo, mientras que los que no han salido esa mañana se suben por las paredes. En dos horas y con tres voluntarios no da tiempo a que el medio centenar de cánidos que acoge el centro pueda pasear cada día, por lo que Planas intenta distribuirlos para que cada uno disfrute al menos una vez a la semana de esos breves pero intensos momentos. En algunos casos ya llevan cinco meses allí dentro en esas condiciones, toda su vida, como la asustadiza Mastín, que llegó cuando apenas tenía un mes.

Peor futuro tiene la media docena de perros de presa. Para sacarlos es necesario poseer una licencia y un seguro. Ningún voluntario reúne esas condiciones, por lo que están condenados a no salir de sus jaulas.

Congo, un caniche peludo, también lo tiene difícil. Es dócil, pero su chip lo condena al cautiverio: nadie podrá adoptarlo hasta que su dueño firme una conformidad. Pero su propietario no responde al teléfono.